lunes, 24 de agosto de 2009

Maternidades: la otra orilla (y II)



Por Ester Astudillo

MUY IMPORTANTE: Contenido no apto para lectores núbiles, en estado de (co-)gestación, o bien incursos en el periodo deliberativo/desiderativo previo a dicho estado. Por favor, absténganse quienes se encuentren en cualquiera de los citados colectivos: quien avisa no es traidor(a).


Hospital de Sant Joan de Déu (Barcelona), edificio de maternidad, un día cualquiera del año 9 del tercer milenio de la era cristiana

Todas estas mujeres, con sus vientres colosales, alzando al cielo el ojo único que corona su postura evasiva del decúbito supino, más el enjambre de perritos falderos que extrañamente resultan ser sus compañeros, los solícitos esposos en sus diversas formas jurídicas, bobamente enamorados de un ser en cuya existencia creen a pies juntillas sin haberla constatado ostensiblemente aún –salvo mediante las técnicas DxI, aunque dudo que ese tipo de percepción se deba calificar propiamente de ‘ostensible’-; en cualquier caso puedo presuponer que se trata de los pater putatibus, que deambulantes o sedentes, rezuman agasajo hacia sus willendorfianas Venus, o mejor, hacia los cuerpos de sus Venus, crisálida y mausoleo a la vez de la estirpe propia y a quien cabe venerar aunque sólo sea por su labor porteadora. Todas esas mujeres y esos hombres, decía, me producen, a mí que no me incluyo en su bando, una insondable tristesse: impacientes en sus asientos se pasan una a otro, como si les quemara en la piel su contacto, la carpeta naranja o verde o azul, que alberga informes, ecos y papeles de colores tan dulces como torpes, mientras, en un gesto de inmensa, solícita caballerosidad cualquiera de ellos desliza una mano en el regazo de su Beatriz prendiendo la de ella, bajo la mirada insoslayable del ojo ciclópeo escasos centímetros por encima.

Hay cierto infantilismo en el optimismo confiado de esos gestos, en la esperanza depositada a priori sobre la tríada más antigua y más venenosa -¡oh, Sófocles, cuán certera la enjundia de tus dardos!-; rectifico, es puerilidad, es perversa e ingenua ceguera: la delectación por la vida, el embelesamiento del pater putatibus por su amada, reducida en tal embarazoso estado a poco más que la urna que, como macho y padre en potencia, debe preservar íntegra hasta que expulse la codiciada luciérnaga de carne.

Se apresura el caballero a incorporarse cuando su dama muestra una urgencia cualquiera, la acompaña al servicio si es menester, relegado como está a un muy segundo plano en ese trance, anticipando el goce de complacerla. Le ofrece presto el brazo como sostén en su desfile del lujo corpóreo (sea cual sea mañana la deriva del mundo, dos siempre será el doble de uno). Mas si horadamos esa extrema solicitud descubriremos que la dadivosidad del macho esconde una vergonzosa súplica de complicidad -¡oh el primer PP de la era judeocristiana!, ¡oh Freud!- a su engrosada Gea: sólo entregándose con ella al vínculo protector –o a la ilusión de tal- y obteniendo su amorosa reciprocidad conseguirá el macho ahuyentar la inquietante, la insoportable comezón, que por supuesto obvia transliterar a palabras, de ignorar si el ser de arribada inminente lleva a ciencia cierta su propio ADN. Y Gea luce su exceso a sabiendas de que tiene los días contados, sólo hasta el momento de desgajarse en dos, su poder absoluto siempre extinguido por la democrática zozobra del parto, ¡esa partida infinita!, y el principio de la interminable separación que, no siempre, ¡loado sea dios!, no siempre es un duelo.

No las envidio. Y no se lleve el lector a engaño: no escribo con el resentimiento de quien está condenada a habitar del otro lado. Veo ese amasijo de figuras desorbitadas, perdidas literalmente en un paraje que aún no han transitado y que sobrevaloran con total irracionalidad, y me apiado de ellas desde la perspectiva que otorga la orilla de enfrente, bien que habiendo conocido antes el fragor de la batalla. Me producen una cierta lástima: no puedo evitar una sonrisa condescendiente cuando observo sus caras sudorosas de hembras a punto de enzarzarse en un duelo a muerte por la vida, expectantes, agradeciendo por anticipado el dolor brutal y la sangre que las iniciará en un tránsito del que no se apearán nunca. ¡Las sé tan engañadas por las expectativas al uso, tan ansiosas por su tragicómico estreno!

Y de la mano de la primeriza –lo lamento, como fórmula de bienvenida yo sólo puedo ofrecer la consabida de F. Sagan, Bonjour, tristesse-, digo que de su mano o a sus pies, pero en todo caso ridículamente próximo y sumiso, el perrito faldero engendrador, la verdadera –o cuanto menos, putativa- raison d’être del embrollo origen de todo, en su indigna y desnuda –metafóricamente, entendámonos-, otrora épica, ahora sólo pírrica, fláccida virilidad.

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