martes, 23 de enero de 2007

Pizza y tópicos


Por Carlos Rull
Londres. Pizzeria Soho, en el barrio ídem. Diciembre de 2006. Es un lugar agradable y muy concurrido. Buena comida italiana con cierta originalidad en los entrantes, precios asequibles, música en directo. Un local sencillo pero de moda tanto entre los londinenses como entre los foráneos. Nos plantamos allí un viernes por la noche. El grupo es bueno, un jazz acústico tocado con estilo. El maitre, muy atento, nos ofrece enseguida una pequeña mesa cerca de la barra y nos trae la carta. El lugar está abarrotado y toca apretujarse un poco, pero no nos importa, sabemos que cenaremos bien y que el ambiente será agradable. La carta tiene buena pinta. Leerla, comentarla, escoger, ponerse de acuerdo para probar el máximo número de platos posible sin salirse del presupuesto, un vino barato, pero no, eso no existe en Londres, un par de cervezas, pues. Todo nos lleva unos cinco minutos. Dejamos las cartas cerradas encima de la mesa y esperamos un camarero.

Pasan cinco minutos. El primer waiter que responde a nuestros gestos lo hace sólo para indicarnos que nuestra mesa la atiende otro, uno con bigote varias mesas más allá. Pasan cinco minutos. Diez. Doce. Quince. Nos lo tomamos a risa, pero la conversación está tendiendo peligrosamente hacia el sarcasmo. Veinte. El bigotes ya ha atendido a un par de mesas que se han sentado después que nosotros. Veinticinco minutos. Las risas ya son directamente sarcásticas. Está cobrando a la mesa de al lado y es lo más cerca que ha estado de nosotros en todo este rato, así que aprovechamos la ocasión y enfatizamos la insistencia de nuestros gestos. El tipo responde con un gesto algo despectivo que quiere decir algo así como “No puedo partirme, os esperáis”. Con ese gesto tan antipático y huraño consigue que le identifiquemos repentina y simultáneamente como un clon de cierto expresidente del gobierno español, todo un descubrimiento.

Cinco o diez minutos más tarde se acerca a nuestra mesa y sus primeras palabras, en inglés algo macarrónico, son “sois españoles, ¿verdad?”. Lo dice tan desabrido que ahora sí que es idéntico a josemari. “Yes, but we speak english”. La sorprendente respuesta es: “no, si es que os he hecho esperar porque sois españoles, y los españoles no dejáis propina”. Nos reímos, claro, el tipo está de broma. Uno de nosotros le responde “bueno, después de esto seguro que no tendrás propina”. Su reacción es sugerir, muy circunspecto y orgulloso, que en ese caso tal vez queramos seguir esperando. Pues no, no está de broma. Los que aún sonreíamos dejamos de hacerlo. En una situación así tienes pocas opciones: llamar al maitre, indignarte y montar un número, iniciar una absurda discusión con el waiter con la inútil pretensión de conseguir que acepte que es imbécil o, por último, tomártelo a risa. Nosotros optamos por todas a la vez, cada uno la suya. A mi lado alguien estalla en una carcajada, otra se enzarza en un debate sobre qué derecho tiene él a generalizar e insultar de esa manera, mi novia se levanta directamente a buscar al simpático maitre y yo propongo que nos vayamos a otro sitio, pero, claro, nadie me escucha porque todos están gritando.

Acabamos saliendo del local sin cenar y bastante enfadados, a pesar de las melosas y zalameras disculpas del maitre. En mi caso, no encuentro ofensiva la generalización, pero me molesta que me desbaraten lo que prometía ser un rato agradable y me irrita sobremanera la mala educación. Mientras buscamos otro garito barato para calmar nuestra hambre y nuestras iras, la conversación deriva, por supuesto, hacia los temas obvios en un caso así, es decir, los tópicos, las generalizaciones y la calidad del turismo español. ¿Será cierto que no dejamos propinas? Nos trae sin cuidado, la verdad, pero alguno/a, dejándose llevar por ese impulso chauvinista que siempre surge en estas situaciones, se pone a generalizar sobre guiris, turistas, gambas y demás especímenes veraniegos del levante español. Es tan fácil generalizar.

Conclusión: todos los camareros ingleses (o italianos) se parecen a Aznar.

Postdata para curiosos: acabamos cenando fish&ships regados con mucha cerveza en un garito muy cutre cerca de Covent Garden, sin música pero con muchas risas. El camarero era muy simpático y no se parecía a Aznar.

See you next week!



3 comentarios:

Anónimo dijo...

Esto parece una anécdota típica de Francesc Pujols. ¡Es cojonuda! Y el humor inglés... ah, querido Rull, es envidiable. Aquí, en esta idea de país tan dispar que se derrama por las Españas, no pasamos de la risa del cascajo y la peineta, de las Omaítas y los imitadores de folklóricas, de los monólogos ombliguistas y del guarrazo con una piel de plátano. En fin, se puede ser borde y encima con finura. Orgulloso tienes que estar, por tener historias tan moralizantes que contar como ésta, y además con ese salero. Enhorabuena.

Iván Sánchez Moreno

R.P.M. dijo...

Pincho de camata, tío. Hasta para ser borde se necesita clase. Y para mí que este tío no la tenía, pero bueno. En eso también se parece a Aznar. De todas formas, seguro que el fish&chips estaba de muerte. Ánimo

gonzalezcastro dijo...

Carlos: ¿recuerdas el principio de Reservoir Dogs? Es una discusión bizantina sobre las propinas. Unos tipos de moralidad dudosa se dedican a machacar a otro que se niega a dejar unos dólares a la camarera y lo ilustran con aquello de que el salario de los camareros allí es bajísimo y depende en gran parte de lo que dejen los clientes. En Londres, en Navidad, el camarero más arrastrado de ciertos locales con ínfulas podía ganar unas 400.000 pesetas del ala hace 8 años, más de la mitad de las cuales eran gracias al espíritu navideño. Creo que estabais condenados al fish and chips. El destino existe.