viernes, 16 de febrero de 2007

El arte: diálogo a tres voces

Por Iván Sánchez Moreno

Todo artista es un ser sufriente por naturaleza. O al menos eso es lo que se desprende de la mayor parte de estudios clínicos sobre la personalidad de los supuestos genios –y genias, pues en cierto modo anda el gremio del arte muy mal repartido en cuanto a géneros, relegando a la mujer al mero papel pasivo de musa y modelo.

No obstante nunca quedan claros los límites entre la interpretación subjetiva del espectador frente a la obra y la verdadera intención del autor. Ni siquiera una pintura (in)formalmente abstracta se salva del condicionamiento de la mirada. En vano se pretenderá equiparar la significación derivada de una experiencia de vida particular distinta a la del pintor. Esa ambigüedad en lo que la obra “dice por sí misma” y que sin embargo está fuera de los márgenes intencionales del autor remite en cambio a estratos externos de nuestro conocimiento sobre la obra, más allá de lo que se ve en ella a simple vista.

El retrato de Aristóteles pintado por Rembrandt en 1653 –y que actualmente se exhibe en el Metropolitan de Nueva York– es un buen ejemplo de esta falsa atribución psicologista. Para empezar desmontando el trampantojo, cabe señalar que Rembrandt fantaseó el hipotético rostro de Aristóteles, al cual representó vestido a la moda de su época (la de Rembrandt) y no con una túnica, como sería de prever. Esta disrupción de la lógica podría responder no a la gratuituidad del capricho, sino con el objetivo de hacer al filósofo más próximo al público contemporáneo del pintor.

Conviene advertir “la mala puntería” de Rembrandt. Aristóteles no mira directamente el busto de Homero que está acariciando distraído. Su actitud denota preocupación, una cierta tristeza contemplativa. ¿En qué parece estar pensando este joven y rico y moderno filósofo (convertido en pintura) sobre el viejo y ciego poeta (inmortalizado en la piedra)? ¿Pretende Rembrandt establecer un juego metafísico?, ¿alude a la cita que de Homero hace aquél en su Poética?, ¿se refiere al aprendizaje heredado de los antiguos maestros?, ¿a la contraposición Razón (por la filosofía) – Emoción (por la poesía)?

Preguntas aparte –y de múltiples respuestas–, el misterio se centra en esa relación impregnada de melancolía entre el filósofo y el busto. Lo que queda entre ambos es el recuerdo, o la creación de un mito, esto es, de un ideal. Aristóteles imagina a Homero y Rembrandt los recrea a los dos para implicar al espectador en un espejo de artificios, haciéndole tragarse una ideización representacional como si fuera una ventana objetiva de la realidad. El arte es engaño, y en el consentimiento de su credibilidad reside el poder del artista.

Pero tras este vals de miradas se sumerge también el plano invisible en lo real. Así como el filósofo afirmó que toda persona dedicada a las artes y el pensamiento manifestaba tarde o temprano síntomas de melancolía, también Rembrandt no oculta la proyección evidente de su propia patología depresiva en la mirada ausente de Aristóteles.

La obra pertenece a la segunda mitad de su carrera pictórica, según los expertos. Hacía casi una década que había enviudado de su amada Saskia y vivía ahora un período económicamente chungo. Los encargos mermaban mes tras mes, y esas estrecheces se iban reflejando progresivamente en su obra, oscureciendo cada vez más su luz, empalideciendo los brillos, ahogando las figuras en tinieblas claroscuras y agriando los temas, que redundarían en la vejez y la muerte, en el dolor y la soledad, en Dios y la pobreza. En esa mirada perdida de Aristóteles cabe todo un mundo, y se abre desde éste hacia lo más profundo del alma. He aquí, pues, uno de los principales valores del arte como puente de conocimiento: el dictado poético que conduce a la mirada.

1 comentario:

R.P.M. dijo...

Creo que el artista está hecho de un material sensible al que le afecta todo lo que le rodea. Y también creo que eso se transmite en su obra. Saberlo transmitir en una mirada, que dice tanto, es cuando menos, genial.