Por Iván Sánchez Moreno
Rafael Argullol lleva años advirtiendo de las máscaras del arte. Barcelona, que fue hace un siglo el segundo París de la pintura europea, es hoy un gran escaparate que vende piruletas de colores. Bendecidas, eso sí, por los popes del arte más cool del momento.
Es el de aquí un arte frío y aséptico, inocuo y frívolo, indolente y sordo, una estética sin ética. Un arte, en definitiva, que chilla mucho y que dice poco. Según demuestra la Historia, lo bueno del arte era que, tratándose en realidad tan sólo de cosas –un cuadro, una escultura, una bobina de celuloide–, ata y desata pasiones: provoca desmayos, revueltas, sabotajes, adhesiones, divisiones, crímenes y golpes de Estado. Hoy, sin embargo, se busca el éxito fácil con el arte de impacto, y los nombres y apellidos de los nuevos artistas duran lo que dura el chupinazo en la mascletá valenciana. Pero, ay, la gloria y la fama no son equiparables, pues la primera es un don que perdura para siempre.
Para colmo, la crítica es sólo agasajo y trabalenguas que marea conceptos y etiquetas como una bruja remueve el puchero: nada bueno saldrá de ahí. Los críticos, por no mojarse, ni se salpican el culo, y se bastan con describir formalmente lo que uno ya ve por sí solo.
El catedrático Argullol lleva un cuarto de siglo calando mangurriantes en este negocio del arte. Falta visión crítica y sobra borreguismo, dice Argullol, y más aún cuando el pastor resulta ser un lobo que se alimenta de conciencias. La estrategia de dominio del pensamiento ha sido muy sutil y eficaz, por otra parte. Consistió en confundir lo moral y lo artístico con lo políticamente correcto. Una novela como El extranjero de Camus sería editorialmente inviable ahora, una obra censurable porque un crimen racista despierte una simpatía nihilista en el lector. Los best-sellers de hoy son otra(s) historia(s): de argumento lineal y de ambigüedad plana, destacables sólo por el tamaño y la visibilidad de la portada, y a poder ser con el autor por encima del título. Así las cosas, por tanto, sólo media un paso entre la vanguardia y la trasgresión, por un lado, y el sometimiento y el mecenazgo, por el otro.
Las cotas de perversión etico-estéticas son hoy en día imbricadísimas. Instituciones culturales de enjundia y grandes entidades financieras costean con becas y obras sociales los fastos y boatos y demás cuchufletas de los nuevos delfines y paladines del arte contemporáneo. Rauda y veloz, la gente acude en masa a adorar a estos efímeros héroes con ínfulas de dioses y tan pronto como salen de la sala los tiran al olvido. Los resultados suelen ser muy pobres de espíritu, pero muy inflados de ego. Estos artistas están condenados a crear lo que se les paga que crean.
En cuanto la subvención aplaca el individualismo, el intelectual deja de ser molesto cual mosca cojonera para vestirse luego de burócrata y gestor de corbata. Desde el 11-S –el de Nueva York, que acabó eclipsando otros desastres históricos como los de Chile y Catalunya–, el miedo global (contagiado por un país hipocondríaco y narcisista, como un Sansón calvo) ha acabado canjeando seguridad por libertad.
Por el camino, la expresión ha perdido la ex-. No hay arte libre. El artista obra de encargo, como el aparejador, el fontanero y el paleta. La tutela de príncipes y Papas se ha transfigurado en la competición de gobiernos y bancos por hacerse con un monopolio colectivo –unos con ideas de nación y progreso; los otros con solidaridad y crédito–. El arte, entremedias, es sólo una moneda de cambio.
Contra la uniformidad, Argullol apuesta por la diferencia. Quizá eso derive por desgracia en elitismos aristocráticos, pero no queda alternativa frente al esquematismo –una dictadura que, como la de todos los –ismos, comporta un único marco, una única idea, una única mente, un único fin.
Hans Haacke es uno de los pocos artistas valientes que pueblan el mundo. Hace unos años repartió por todo Munich banderolas muy llamativas que exponían públicamente un listado de empresas que financiaron el partido nazi, con Siemens en cabeza (principal fuente económica de la ciudad). A Haacke, en calidad de artista, le pagaban con dinero público por montar ese pitote sin que nadie le tosiera. Si la gente protestaba, reconocía asimismo su culpabilidad; si por el contrario optaban por callar, manifestaban con su silencio su conformidad y su cobardía.
Más gallos como éste hacen falta en este corral de gallinas que es el arte moderno. ¡Venga, avecillas plumíferas, dejen de incubarse los huevos y vayan a picotear al granjero!
Aforismos del unicornio | 4
Hace 2 días
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