viernes, 16 de marzo de 2007

La Ínsula Barataria de Picasso

Por Iván Sánchez Moreno

Nadie salvo los galeristas de la sala Gaspar podría haber previsto el exitazo de la primera exposición de Picasso tras la Guerra Civil. A finales de 1960, la noticia de que el régimen franquista daba su consentimiento para exhibir la obra plástica del malagueño fue considerada como inequívoco signo de aperturismo democrático. Nada más lejos de la realidad. Los Gaspar sabían de sobras que aquello iba a convocar filas kilométricas de curiosos amorrados al escaparate de la galería, inundando la acera de Consell de Cent. Y la afluencia de público iba a suponer unas ventas fabulosas, al margen de cualquier idea de libertad protésica y censura quebrada.

Qué duda cabe que la jugada les salió redonda. El gobierno franquista llegó a presionar a la prensa para que no publicitaran demasiado la expo de Picasso, “tapándola” entre noticias de escaso relieve para que pasara desapercibida. Sin embargo, el boca-a-boca fue más efectivo a nivel popular –como lo fue el envío masivo de mensajes por móvil para derrocar el gobierno pepero tras los atentados del 11-M–. En caso de haber clausurado la exposición, dado el masificado interés de la muestra, hubieran provocado aún más polémica e incluso la gente podría haber simpatizado con Picasso, víctima del presunto secuestro de la libertad de expresión, esto es, de credo, ideología y moral.

La estrategia que adoptaron las autoridades fue la habitual: aprovecha el tirón popular y mediático del evento para salir en la foto. Pese a las reticencias del pintor –que negó su presencia durante el tiempo que duró la exposición–, convirtieron a Picasso en un adalid del nacionalismo artístico patrio. Convenía retocar esa imagen que hasta entonces se exhibía de Picasso como un rojillo pintamonas, trucarla y trocarla por la de genio español del arte universal. En definitiva, un producto de márquetin para exportar y explotar (eso sí, siempre con el sello de los yugos y las flechas bien visible).

El día de la inauguración asistieron ministros, sacerdotes, intelectuales afines al régimen y hasta el cuerpo de la Guardia Urbana vestido con su uniforme de gala, no tanto por ostentar (que sí), sino también para reprimir así un posible conato de revuelta por parte de las masas enfervorizadas por el desatado arte de Picasso.

No obstante, el fondo exhibido estaba muy concienzudamente estudiado. Por esas fechas, nunca hubieran aprobado en España la exhibición pública de un Gernika, por ejemplo, pero sí cualquiera de las obras de Picasso posteriores a la II Guerra Mundial, cuando el pintor malagueño ya había abandonado toda temática social para dedicarse casi en exclusiva a “pintar pintores”. La etiqueta con que catalogar su última faceta es desde luego un eufemismo para encubrir un talento un poco encorsetado por la repetición de fórmulas y el mero ombliguismo narcisista. La rabia picasiana se había ido apagando con el tiempo, pues el artista tan sólo se dedicaba ahora a fagocitar y revisar clásicos en un ejercicio de saqueo pictórico sobre los tics figurativos de Velázquez, Rembrandt, Poussin, David y otros popes, amén de un constante pique con Dalí, entonces acabado de encumbrar como “representante oficial de la vanguardia española” antes de la aceptación política de Picasso.

El homenaje del malagueño a los maestros era sin embargo irreverente y violento, como si cada recreación fuera una venganza cobrada contra los años iniciales de Academia formalista, esa misma institución que acabaría absorbiéndole como a uno más de entre los otros muchísimos genios que pueblan el universo pictórico español. ¡Ah, eso sí que le chinchaba a Picasso!: ser aceptado en ese mundillo que en un principio él rechazó era peor que la censura (que al menos daba sentido a su arte como arma a la contra).

Ahora, el poder de Picasso se había minimizado y domesticado como un puma desdentado y sin uñas. Su depredación plástica amagaba una impotencia creadora. Cansado de seguir rompiendo esquemas una y otra vez, pintando siempre a contracorriente, Picasso se rendía por fin a la evidencia de que era más cómodo hacer como si hiciera, o sea, actuar con la ambigua doble moralidad del voceador de odio contra las hordas de Franco mientras cobraba sus buenos talones como chuletones de minotauro. Ah, qué inmenso placer vivir como Neruda, mantenido por las propinas de admiradores y ser soberano de su propia isla...

1 comentario:

R.P.M. dijo...

¿Qué tiene el arte que siempre atrae a la política, que lo quiere hacer suyo como si fuera su propia obra?