Por Carlos Rull
En un entrevista reciente en El cultural, Javier Gomá reiteraba que la dignidad del hombre reside precisamente en su mortalidad y que en gran medida toda nuestra experiencia, todo nuestro aprendizaje se encamina hacia un “aprender a ser mortal” que es el que, al final, da auténtico sentido, como muy bien saben otras religiones y filosofías, a nuestra vida. Creo recordar, por otro lado, que fue Thomas Mann quien escribió que el principio de la belleza no reside en el ámbito de la vida, sino que está, en lo más profundo, vinculada con la muerte. A la belleza, como a la vida, le otorga la esencia y el sentido lo que a primera vista parecería su contrario, la esterilidad y la muerte. Así, es bien sabido que toda narración necesita de un final, sin él, sea bueno o malo, deja de ser tal y se convierte en telenovela o culebrón, en un laberinto interminable de absurdos y sinsentidos. Tal vez la vida sea un culebrón y el arte la único forma de encontrarle algún tipo de sentido. Escribió alguien que sin la literatura y el arte, la historia de la humanidad sería una mera sucesión de barbaridades motivadas por causas más bien miserables. Pero me estoy yendo por las ramas.
Venía todo esa reflexión sobre la muerte y los finales a cuento de que la semana pasada tuve el goce y placer de deleitarme con una de las experiencias televisiva más apasionantes que pueda recordar desde que a mis seis o siete años entró la primera televisión en color en el hogar familiar. “You can’t take a photograph of this: it’s already gone”. “No puedes tomar una fotografía de esto: ya se ha ido”, era casi la última frase del episodio de cierre de la última temporada de Six Feet Under, más conocida como A dos metros bajo tierra. La serie que narra, en clave de humor negro, la vida de una familia que vive y trabaja en una funeraria. En mi humilde opinión de cinéfilo no televidiota, la mejor serie de televisión de los últimos tiempos.
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La literatura, y en menor medida el cine – a menudo más frívolamente-, llevan mucho tiempo abordando la muerte desde múltiples perspectivas. La muerte, tan silenciada y disimulada por la asepsia y el hipócrita vitalismo adolescente de nuestra sociedad, ha sido durante siglos un personaje fundamental que ha atraído la pluma y la cámara de grandes maestros, con inolvidables resultados de todos conocidos. En A dos metros bajo tierra alguien, al preguntar por el sentido de la vida, recibe como respuesta algo así como “Mejor deberías preguntar por el sentido de la muerte”, “¿Y cuál es?”, inquiere azorado el imprudente curioso, “dar sentido a la vida”. Enjundiosa respuesta, y más aún habida cuenta que procede de un muerto, a cuyas apariciones, ora hilarantes ora trágicas, tan aficionados son los guionistas de la serie.
No pretendo alzar el vuelo hacia disquisiciones filosóficas en las que mentes más preclaras que la mía no han logrado aclararse, así que regreso al plano más mundano de una valiente serie de televisión que arremetiendo contra todos los tópicos y fantasmas de la cultura americana – y occidental - sabe abordar con elegancia, respeto, humor e inteligencia algunas de las cuestiones más escabrosas y complejas con las que nos enfrentamos en nuestro cotidiano devenir. Y lo hace además elevando el listón de calidad de la producción televisiva media con un formato muy cercano al cine: un lenguaje visual sencillo y sincero - tremendamente efectivo pero nada efectista -, una lograda dirección artística, un tratamiento del color que ya quisieran los de 300 y muchas otras virtudes técnicas. Las vicisitudes diarias que sacuden, a menudo cómicamente, la vida de los Fisher y de sus clientes – los muertos, claro, y también los vivos – se fundan sobre un exquisito cuidado en la construcción y evolución de los personajes. Y ello se consigue con un guión - rebosante de citas memorables - ingenioso a la vez que profundo, un esmerado equilibrio dramático y una original puesta en escena capaz de convertir en imagen con enorme acierto los más íntimos anhelos y terrores de las mentes de los personajes.
Todas las culturas y muchos grandes genios, como dije más arriba, se han aproximado a la figura de la muerte a lo largo de la historia (desde El libro de los muertos hasta Bergman), pues somos inquietos y danzantes espíritus, necrófilos en el fondo, siervos de Eros pero mucho más de Thanatos. No obstante, lo que ha aportado, con todos los altibajos que se quiera, A dos metros bajo tierra, es la aproximación a la muerte desde la cotidianeidad y la normalidad más absolutas, pero reconociendo y reivindicando simultáneamente el trauma y el duelo cuya expresión a menudo se disimula, se encubre o se enmascara, pero que son inherentes a esa experiencia a la que todos, directa o indirectamente, más tarde o más temprano, estamos abocados. Y la serie se aproxima a tan espinosa pero habitual vivencia - ¿no existe "mortencia"? - con un tratamiento que es cualquier cosa menos banal o insensible. No es poco.
Ya dije que toda narración debe acabar para tener sentido, de igual manera algo mucho más modesto como es este artículo debe ir acabando, aunque sea para no aburrir a nadie hasta la muerte. “It’s already gone”. Así que hasta la semana que viene, pero recordad que, como afirmaba taxativamente uno de los personajes de la serie, “el futuro es un concepto de mierda que usamos para evitar enfrentarnos al presente”.
© de la imagen, página oficial de Six Feet Under:
3 comentarios:
Tot i que al final de la sèrie em sembla que ja no em queia bé cap dels personatges; tot i que més d'un capítol em va girar l’estómac; i tot i que més d'un cop havia dubtat una mica de la evolució general de la sèrie. Tot i així, haig d'acceptar que és un dels millors productes que han sortit dels EE.UU. I el final, la traca final dels tres o quatre últims capítols, és, simplement, magistral.
Me has dejado muerta compa!!!....solo una queja no hay versión española o algún ángel traductor,. Que bueno el artículo del cultural…..muy trabajosa, pero que vidilla me estáis dando, gracias.
Respecto a los excesos mortales, a los “gogos” de la muerte, que haberlos hailos, me gustaría compartir una anécdota:
Cuando mi hija era pequeña , una compañera muy enferma compartía su clase, decidieron trabajar ,con naturalidad y métodos pedagógicos….el síndrome de la despedida y les introdujeron en el paraíso del dolor ,las desesperanzas, con amplios conocimientos médicos del proceso, sin obviar morbosos detalles. Mi hija que durante el proceso de desintoxicación hacia numerosas y cojoneras preguntas….un día me dijo: ¿Mama a los muertos los entierran con gafas?.....creo que sí cariño….pues no te preocupes, que yo, antes de que te cierren la caja, te las pondré, ¿Cuáles te gustan mas?....antes muerta que sencilla (je)….la mirada es la mirada.
Me quedo con lo de que la mortalidad tiene carácter social. Porque es verdad que nos damos cuenta de que somos mortales cuando vemos que todo ser humano es sustituible. Vamos que te mueres y sí, te llorarán un tiempo , pero no estarás permanentemente en el fluir de las lágrimas. La percepción de nuestra mortalidad nos debe hacer más sociables, sobre todo con los más jóvenes, porque al fin y al cabo, estaremos hablando y conviviendo con nuestros "repuestos" o posibles "sustitutos", materia que vendrá a ocupar el lugar vacío en la estantería de los productos caducados.Se nota que es de noche. Mañana ha de ser un gran día.
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