Él nunca se atrevía a mirar de frente. Su timidez le obligaba a bajar la vista para hablar con las personas, y eso cuando se atrevía a hablar, porque normalmente él se dedicaba a escuchar, a observar. Al terminar la jornada, consigo mismo, como en un laboratorio, procesaba todas las imágenes que había captado durante el día. Era su particular vuelta a vivir, su entrada en un mundo interior fabricado a la medida de su imaginación.
Un día, la vio: esplendorosa, de melena rubia que se movía libre en el vaivén de un caminar discreto, complaciente. Ojos imaginadamente verdes, sonrisa encantadora marcando sobre las mejillas un rostro perfecto, de la más fina porcelana. Cogida del brazo de una amiga tal vez, a la que superaba en estatura, mostrando un cuerpo de exactas proporciones, de gozosa juventud, en el que pechos, cintura y caderas formaban sinuosas curvas de embriagadora atracción.
Ese mismo día se atrevió a pasar a su lado, bajando la cabeza, aspirando durante un segundo, el perfume de su pelo. El atrevimiento le costó después largas horas de bienamado insomnio.
Habían pasado varias semanas en las que día a día, la había visto llegar y permanecer un buen rato detenida, para que él la observara. Se fue quedando con cada detalle de su cuerpo, su voz, su boca. A distancia, quería entender sus palabras, pero éstas parecían salir apenas de unos labios sensuales, que con un discreto maquillaje realzaban cada movimiento, juntándose y separándose en perfecta armonía.
Por las noches, ya dormía, soñaba con ella. La tomaba de la mano y juntos se iban frente al mar. Y él, que ya no es él, porque es un apuesto muchacho, hablador, chistoso, simpático; y ella, que tímidamente le escucha, le sonríe y le admira. No existe el mundo, solos él y ella.
Y otro día, se atreve a quedarse más tiempo a su lado, muy nervioso, disimula rebuscando en su cartera no se sabe qué, pero él no se mueve de su lado. Están como siempre en la parada del metro y como cada día, el metro se retrasa. Es el tiempo mejor, el de la admiración silenciosa.
Y de nuevo el sueño: ella le ha contado ya que trabaja en unos grandes almacenes, como recepcionista, sólo para coger llamadas. Él le habla de edificios, de planos, de proyectos, de ventanales amplios… siempre cogidos de la mano. ¿Son novios?
Aquella mañana lo descubre: es ciega.
Y aquella noche, él, ciego, soñó que estaba ciego.
3 comentarios:
Me hago mi propio comentario. De nuevo para pedir disculpas a Rubén. He esperado a que apareciera su artículo pero ya me tengo que ir al lugar sin conexión y dejo el artículo colgado.
Lo descubriréis porque estos lectores del blog son muy listos, pero el título y el artículo provienen del libro Ensayo sobre la ceguera de Saramago. Buen finde.
Permiteme continuar tu titulo..."Aquella noche,el ciego soño que estaba ciego"... y siguió soñando en braille, acariciando palabras de la mano de ella.
Yo siempre te hubiera guardado el secreto...no tenia ni la mas ligera sospecha,lo disumulo con una sonrisa,nunca falla je.
Rufino: simple i senzillament és preciós... gràcies per compartir, és un relat magnífic!
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