Por Iván Sánchez Moreno
Si confeccionaran un listado con los diez cuadros más famosos del mundo, con suma probabilidad destacarían entre los tres primeros el Gernika de Picasso, La Gioconda de Leonardo y El Grito de Munch. Como toda obra maestra, esta última ha trascendido tanto por su misterio y su inquietísima presencia como por su propia vida personal.
El Grito quizá sea uno de los lienzos más veces robados de la historia: de las cuatro versiones que se conocen realizadas por el propio Munch, una está en manos de un coleccionista privado, otra en la Galería Nacional de Oslo y dos más en el museo que lleva el nombre de su autor y del que robaron un ejemplar –valorado en 36 millones de euros– a pleno día en el año 2004 llevándose consigo también La Madonna, que sólo cuesta la mitad. Pero desde 1988, El Grito ya había sufrido hasta siete robos más, entre ellos el de la copia que exhibía la Galería Nacional (en 1994, recuperado meses más tarde). Otras obras que corrieron la misma (mala) suerte fueron la litografía titulada Vampiro –robada en plena década de los ‘60– y la acuarela Vestido azul de 1915 junto con un autorretrato y un dibujo dedicado a su amigo Strindberg, hace apenas dos años.
Esta obsesión por Munch es, sin embargo, demasiado reciente. Edvard Munch (1863-1944) no degustó en vida las mieles del éxito, pues la sociedad de su época siempre le dio la espalda a su incómodo arte, no apto para las frívolas finuras de la riquísima burguesía noruega. No es hasta mucho tiempo después que se recuperaría (y explotaría hasta la náusea) el genio de Munch tras constatar el tirón turístico y comercial que atraía al extranjero, y con él su dinero. Es a partir de entonces, y no antes, que la cultura institucional de su país se preocupará de exprimir con creces la herencia pictórica de Munch.
Cuando apenas daba sus primeros pasos el psicoanálisis, el arte de Munch rompería esquemas como precursor del futuro expresionismo. Munch serviría de referente para Gauguin y Van Gogh, quienes tratarían de expresar sus sentimientos con vívidos colores, atmósferas opresivas y figuras simbólicas que funcionaran como metáfora de un estado interior de conciencia. Al respecto, El Grito sería sin duda una obra seminal. Pintada entre 1893 y 1895, El Grito es una muestra evidente de la angustia existencial que torturaba al artista. Munch vivió perpetuamente agobiado por el miedo a la enfermedad y la muerte. Su padre, que oficiaba de médico, no pudo impedir que la tuberculosis se llevara por delante a su madre, a su hermana y a él mismo, quedando el pobre Edvard más huerfanísimo que Heidi.
Pero la crítica munchiana se extiende aún más allá, hasta alcanzar el puritanismo y la represión moral de la Noruega decimonónica. Como a todo quisque por entonces, a Munch le traumatizaba verse colgando un sexo entre piernas que era a la vez fuente de placer y pecado, de amor y dolor, de libertad y condena. Su obra atacaba con saña particularmente esa hipocresía castrante. Ésta fue sin duda la razón principal por la que durante casi un siglo se le castigó ninguneándole con el silencio académico, acallándole El Grito porque hería la sensibilidad del burgo bienpensante con su desgarrada y primitiva sinceridad. El malestar de Munch no era solamente psicológico, sino también ético.
Esa sensación de asfixia se perpetua aún hasta hoy día. El barrio de Cristiania, poblado por bohemios, jipis y gentes de vida liberal, sufrió una primera redada inmediatamente después del robo a mano armada en el Museo Munch de Oslo. Como no hay mal que por bien no venga, el delito resultó ser una excusa perfecta para imponer un poco de orden y seguridad en un barrio “moralmente conflictivo”. La opresión ha seguido ciñéndose sobre Cristiania hasta ahora, estallando al final la forzosa revuelta civil contra la policía nacional que, pletóricamente satisfecha y con la porra bien erecta, irrumpió en las calles para descalabrar con fruición cuanto cráneo se le pusiera por en medio, fuera de hombre, mujer, viejo o niño. Los últimos disturbios –muy violentos y mundialmente televisados, pero claramente provocados por una autoritaria presión gubernamental– se saldaron con unos cuantos heridos, detenciones a mansalva y mucha tinta desperdiciada en fichas policiales, amén de acabar desalojando el barrio para revenderlo a las inmobiliarias, siempre con el beneplácito y el beneficio de las altas autoridades noruegas. Los hombres con corbata se frotan la pelvis con mucho gusto cuando se les recuerda que aún hay tres copias más de El Grito guardadas a buen recaudo. Siempre se puede organizar algún que otro robo... Y, mientras, Munch se revuelve en su tumba y se pudre en el infierno, bajo tierra, en Oslo.
2 comentarios:
Pensemos , que todo es una hermosa forma de venganza, un grito del mas allá, con eco en el mas acá, contra la represión ,las formas de encarcelamiento del arte y una triste vida.
Mis deducciones ,no son científicas….pero, simplemente, me gustan.
En primer lugar, hace sospechar el ser el cuadro más robado de la historia y con extrañas connotaciones. En segundo lugar, una anécdota : Robert Fishbone descubrió un filón en el mercado cuando en 1991 comenzó a vender muñecas inflables , con la figura central de la obra.
¡Gritemos! a lo mejor funciona, creo que el está divirtiéndose merecidamente , mientras se tira al personal.
Siempre nos podemos rebelar contra lo que nos oprime, gritando o mordiendo. Seguramente, no será fácil que se oiga nuestro grito -a Munch le costó bastante- y en cuanto al mordisco, puede que nos dejemos los dientes en ello. Pero qué bien se queda uno después de una buena dentellada.
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