miércoles, 26 de septiembre de 2007

El cementerio de elefantes

Por José G. Obrero.

En uno de los pasajes de Ébano, Ryszard Kapuscinski desvela uno de los secretos mejor guardados de los elefantes: dónde están sus cementerios. Aunque a alguien pueda parecerle un asunto sin interés, suscitó no pocos quebraderos de cabeza a las tribus africanas, ya que los paquidermos, que no eran cazados ni por ellos ni por ningún otro animal, no dejaban restos por ninguna parte. Posteriormente los colonizadores blancos se hicieron la misma pregunta, en este caso debido a que, enfebrecidos por la codicia, soñaban con encontrase un paisaje tapizado de marfil en el fondo de un barranco o en un claro de la selva. Sin embargo, la solución al enigma no era tan complicada y tenía mucho que ver con la discreción: cuando el elefante percibe que sus facultades están sumamente deterioradas, se aparta lentamente de la manada en las cercanías de un lago, y se adentra lentamente en él con abnegación hasta que el agua lo anega. Su cuerpo (y sus colmillos) quedan reposando en el fondo lejos de las miradas del mundo.

Hace poco más de un mes en una ciudad pequeña, se cerró uno de los cines más importantes que existían. El cine, que habría podido llamarse Rovira y haber poblado los sueños infantiles de Marsé, se encontraba en pleno centro. La gente, desde hacía varias generaciones, salía de sus casas un poco más arreglada de lo habitual y dando un paseo (caminando, repito), se acercaba a ver si le convencía la cartelera.
En los últimos veinte años su historia fue una continua lucha por la supervivencia: primero contra el vídeo en sus tres versiones, después, para combatir la proliferación de las multisalas en grandes superficies, hizo suya la frase del “divide y vencerás” y dividió su gran sala en cinco, y por último para hacer frente a la mula cybernética, dedicó alguna de sus salas a un cine procedente de los circuitos menos comerciales. Hubo algo, sin embargo contra lo que no pudo luchar: la absoluta indeferencia de la gente, que previamente ya se había evidenciado ante el cierre de otras valiosas salas de la ciudad.

Un día, de improviso, sin que mediara un rumor, sin debate previo, el cine que habría podido llamarse Rovira, anunció para esa noche su última función. Durante ese día no se escuchó a nadie hablar de la noticia, ni sorprenderse, ni lamentarlo. Al día siguiente, la prensa local recogía el suceso en un breve. Entre los columnistas locales, universitarios, y gente de la cultura en general, no hubo indignaciones, ni reivindicaciones. Los corrillos de amigos sentados en los bares no comentaban la noticia. Fue así como este cine de Córdoba, llamado Isabel La Católica (el nombre ya decía, es lo de menos) se adentró lentamente en el lago del olvido con sus tesoros a cuestas. En el fondo sedimentará junto a programas de radio como Trébede y de televisión como Stradivarius. Nosotros seguiremos con nuestra indiferencia sin ser conscientes de que el agua también nos alcanza las rodillas.

2 comentarios:

gonzalezcastro dijo...

A menudo, aquello que se extingue es muy hermoso. Como las palabras que se pierden. En El Jueves, recuerdo una jornada de salvación de la palabra "pejiguero" (me imagino que infructuosa). Un verso de Kavafis habla de defender las propias Termópilas. Uno de Rodolfo del Hoyo, de abonar un jardín inundado. Cualquier cosa menos aceptar otra derrota.

Anónimo dijo...

Gracias a tu memoria del olvido,he entendido mejor el refrán:"algo tendrá el agua cuando la bendicen".
Un placer leerte.