viernes, 14 de septiembre de 2007

La perdición del arte

Por Iván Sánchez Moreno

Cuando un museo pretende condensar todo cuanto le quepa y sustituir una enciclopedia entera de arte con una exposición de contenidos sólo apta para expertos y entendidos, es porque: 1) no teme morirse de pena, inmolándose a sí mismo a ser un espacio desierto y tan sólo poblado por colonias ínfimas de ácaros, o 2) le sobra el dinero para seguir ostentando el privilegio público de ser un almacén patrimonial. En ambos casos, los responsables del museo no han comprendido bien cuál es el principal objetivo de su papel social: intentar transmitir un conocimiento al público sin que se note la intencionalidad política de la empresa ni tratarlos como a ganado de pasto.

Boris Micka –premiado en 2004 por el proyecto del Museo Arqueológico de Alicante– es del parecer de que los museos no debieran acaparar tanta información sobre lo que expone que haga inviable la asimilación por parte del recién llegado. En el otro extremo se encuentran esos cada vez más habituales museos de entretenimiento, que confunden distracción y pedagogía, y cuya meta es ante todo divertir y “hacer pasar el rato”, en lugar de proponer experiencias y reflexión. Desde que los museos se anuncian en la sección de espectáculos de los periódicos, ya poca diferencia hay entre las últimas muestras de arte contemporáneo y las películas palomiteras de la temporada.

Son tiempos de complejidad y de incertidumbre, como acertadamente define Lucía Etxebarría a esta posmodernidad que tanto nos salpica. Pero la supervivencia de muchos museos depende por desgracia de esa mcdonalización del arte. En parte la culpa es de una mala gestión cultural. España, sin ir más lejos, es hoy por hoy el país europeo que más museos ha visto inaugurar desde el fatídico año de las olimpiadas de Barcelona. Se le ve el plumero a una legua de distancia a los políticos que mandan erigir museos y centros de arte para hacerse la foto de rigor. La filantropía artística es un arma de doble filo, porque vende erudición cuando en realidad resulta la forma más barata de salir en la prensa. El problema viene luego, cuando en una misma ciudad hay tantos museos abiertos –y vacíos– haciéndose la competencia –y la puñeta–, viendo peligrar dramáticamente su futura continuidad ante la constante fuga de público y la feroz lucha por la atención mediática.

A la larga, tendrán razón los contribuyentes más iletrados cuando se quejan del gasto que inútilmente se tira por los retretes del arte sólo en promociones, becas, mantenimiento institucional, publicidad, edición de catálogos invendibles y distribución de revistas de y sobre artistas ignotos. Sin duda preferirían suprimir los museos y reconvertirlos en estadios de fútbol.

En vista de la alternativa, y ante un panorama tan desolador como éste, el museo que se resiste a morir de éxito no tiene más remedio que recurrir a fórmulas mercantiles de show a lo Disneyland o bien a protegerse con la fidelización de los cuatro gatos que entienden de arte, las rancias élites que seguirán pagando estoicamente su entrada para volver a sentir ese extraño orgasmo inmaculado que experimentan cuando se plantan durante horas frente a ese retablo semipodrido del siglo XIII o ese manchurrón negruzco que una vez emborronó un pintor ruso hace cien años. O eso, o el fútbol. En todo caso, el arte está perdido.

1 comentario:

R.P.M. dijo...

Todo es cuestión de "aggiornamento" que llega incluso a las esferas romano apostólicas -bueno ahora no tanto porque se nos ha ido Woitila- Pero, si las cosas se hacen bien, puede resultar un éxito. Hay que traer al público al museo para que sepa que existe y eso lo hacen mejor los de marketing que los artistas. Una vez dentro, ya es otra cosa.