Por Iván Sánchez Moreno
En la década de 1930, Edward Steichen expuso en el Museo de Arte Moderno una surrealista colección de flores –concretamente “espuelas de caballero” (o delphinium ajacis)– de enormes proporciones que previamente había mutado mediante técnicas de reproducción selectiva y productos químicos combinados. Nacía, sin saberlo, el bioarte.
En la década de 1930, Edward Steichen expuso en el Museo de Arte Moderno una surrealista colección de flores –concretamente “espuelas de caballero” (o delphinium ajacis)– de enormes proporciones que previamente había mutado mediante técnicas de reproducción selectiva y productos químicos combinados. Nacía, sin saberlo, el bioarte.
Más de medio siglo después, Damien Hirst le vendía a Charles Saatchi por 100000 libras una instalación dedicada al ciclo de la vida. La obra consistía en una gran vitrina de cristal en cuya base se criaban larvas de mosca que, nada más salir del huevo, iban a chupar flujos y podredumbres de la cabeza de una vaca en descomposición que colgaba en medio, para luego morir achicharradas por un matamoscas eléctrico. Hoy, su precio ha aumentado hasta diez veces más sobre su valor original.
En 2004, Ricardo Climent presentó The Microbial Ensemble: Oxidasing the Spectrum. Miembro de la Jove Orquestra de la Generalitat Valenciana y responsable del departamento de Nuevas Tecnologías Musicales de la Universidad Queens de Belfast, Climent empleaba cultivos de microbios como instrumento sonoro. A partir de unos sensores muy potentes, se amplificaba el voltaje analógico producido por la ajetreada vida orgánica de estas comunidades, traduciendo las ondas en lenguaje midi. Alterando y variando las condiciones externas del cultivo –como la temperatura o el nivel de glucosa– se provocaban cambios casi inmediatos sobre “la melodía” improvisada.
El bioartista ha sustituido pinceles y pigmentos por probetas y tejidos celulares empleando en sus iniciativas los nuevos avances en biotecnología, genética y clonación. El uso de organismos vivos y materiales degradados transgénicamente obliga al artista a comprometerse más con sus actos, dado el nivel de extrema responsabilidad para con la realidad y sus consecuencias. El arte ya no puede ser una frivolidad dadá, sino un atentado en toda regla contra las leyes que gobiernan y modelan/modulan la(s) vida(s).
De entre todas, quizá la propuesta más radical provenga del Grupo de Arte Crítico, un colectivo estadounidense que han aplicado las herramientas de laboratorio para despertar en la conciencia del espectador una absoluta oposición a la industrialización y deshumanización del mundo capitalista. Su filosofía –un sabotaje biológico de objetivos difusos pero bien orquestado– les ha llevado a diseñar performances que tienen más de político que de artístico. Responsables y creadores de inteligentísimos boicots ecologistas de un gamberrismo sin igual, el Grupo de Arte Crítico ha soltado ratas tintadas en campos experimentales con plantas genéticamente alteradas para que destruyan los cultivos; han colado moscas monstruosamente mutadas en oficinas y restaurantes cercanos a plantas químicas para sembrar la paranoia social; han enviado sistemáticamente por todo el planeta –usando el servicio de Correos ordinario– semillas de una mala hierba capaz de resistir cualquier pesticida, etc.
Su última locura, sin embargo, les ha reportado un juicio sumarial. Tras los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, el miedo ha degenerado hasta cotas insoportables, razón por la que Steven Kurtz, su mujer y otros miembros del Grupo de Arte Crítico fueron acusados de terrorismo de Estado y de asesinato. Claro, no iba a ser para menos: el 11 de mayo de 2004, Kurtz –un destacado profesor de la Universidad de Búfalo– reclamó por teléfono una ambulancia para su esposa Hope. Para cuando llegó junto con una patrulla policial, Hope ya no respiraba. En el lugar encontraron una sala acondicionada como laboratorio de investigación, con una incubadora, una centrifugadora y varios cultivos bacterianos, además de una surtida biblioteca de libros con títulos tan sugerentes como “Spores, plagues and history”, “The biology of doom” o “The story of Anthrax”.
Por más que Kurtz explicara el por qué de haber sellado con papel aluminio las ventanas del laboratorio, y pese a demostrar con documentos, vídeos y galardones su trabajo con agentes químicos y biológicos en exposiciones y ferias de arte, la muerte por negligencia de su esposa y una sospechosa muestra de plantas de aspecto repugnante –un “recuerdo” de su anterior intervención en la Galería Corcoran de Washington dos años atrás– pesaron más que sus argumentos. Sumado a la ristra de faltas acumuladas por su pasado activista, Kurtz y sus colegas se convirtieron de la noche al día en mártires de un nuevo arte aún incomprendido por un mundo viejo que es tan incomprensible.
2 comentarios:
Suena bien el organico...tócalo otra vez Ivan.
PD)Pido disculpas,pero mi gripe en puente,me toca el bioarte.
Un abrazo
Exagerar los rasgos de lo cotidiano para provocar una -por lo menos- atención del público fueron cosas del teatro de Valle Inclán y su esperpento. Ahora, es posible que haya que exagerar más para llamar la misma atención. Los resultados, sin embargo, no sé si serán los adecuados al intento, sólo hace falta ver cómo sube el precio de estas obras de arte. Pero una vez más, te doy la razón en la función del arte como denuncia.
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