Por Iván Sánchez Moreno
Nunca hubiera sospechado que su contribución al arte sería tan o más importante que su implicación en la farmacología británica. Henry Wellcome era un joven boticario de Nueva York sin demasiada ambición cuando visitó la ciudad de Londres en 1853, invitado por un colega de profesión que, con el tiempo, se convertiría en su socio y principal administrador de su creciente fortuna. Curiosamente, el nombre de este amigo era Burroughs, como el del famoso literato tronado que escribió ese manual de viaje psicotrópico que lleva por título “El almuerzo desnudo”. ¿Un augurio de su posteridad freak?
Nunca hubiera sospechado que su contribución al arte sería tan o más importante que su implicación en la farmacología británica. Henry Wellcome era un joven boticario de Nueva York sin demasiada ambición cuando visitó la ciudad de Londres en 1853, invitado por un colega de profesión que, con el tiempo, se convertiría en su socio y principal administrador de su creciente fortuna. Curiosamente, el nombre de este amigo era Burroughs, como el del famoso literato tronado que escribió ese manual de viaje psicotrópico que lleva por título “El almuerzo desnudo”. ¿Un augurio de su posteridad freak?
El caso es que, a la muerte de Burroughs en 1895, Wellcome se quedó solo... y millonario. Seis años más tarde se casaría con la hija de un prestigioso filántropo más por intereses económicos que por desatado amor. De hecho, no eran sólo 26 años de edad lo que los separaba, sino también una obsesiva entrega al trabajo por parte de él y un amante menos gris que el rico esposo. Tras advertir el embarazoso producto de la cornucopia en el vientre de su mujer, Wellcome se divorció y se replegó aún más en su anodina vida... y en sus extrañas aficiones.
Dilapidó a partir de entonces buena parte de su riqueza en una colección de objetos relacionados con la medicina de todo el mundo, contratando a decenas de agentes y ojeadores en calidad de representantes de su empresa para que le enviaran regularmente cajas y más cajas con piezas que podrían despertar su morbosa curiosidad. Meses después de su muerte en 1936, a la edad de 83 años, aún seguían llegando valijas embaladas de todo el mundo, con los objetos más raros e inquietantes en su interior.
La intención de Wellcome no era tanto la de olvidar su frustrado matrimonio y desvincularse de alguna forma de la necesidad de establecer nexos sociales, sino la de crear una especie de museo de la Humanidad contada a través de la evolución de las tecnologías de la salud.
La de Wellcome es una colección sobre el arte de sanar, pero también sobre la marginación del monstruo. Todas las miradas humanísticas de y desde la medicina convergen en el museo que se ha inaugurado en Londres en 2007 en memoria de Wellcome. No sólo se incluye el millón de piezas que Wellcome había acumulado en vida, sino también otras aportaciones contemporáneas como una grotesca escultura de 2,44 metros de John Isaacs que representa un deformado cuerpo antropomórfico atrofiado por un mórbido crecimiento de quistes de grasa. No puedo evitar sentir lo que siento se llama el engendro en cuestión.
La visión de Wellcome parecía en un principio apuntar a cierta respetabilidad por la moral médica, confiando en su filosofía humanística y desacomplejada –la misma que destila “El cuerpo herido”, diccionario sobre la cirugía que publicó el catedrático de la UB Cristóbal Pera en 2004–. Por eso su fondo más extenso lo componen modelos anatómicos antiguos (como una figura-mapa para la práctica de la acupuntura proveniente de Japón), prótesis de extremidades y objetos-fetiche como consoladores fálicos grecorromanos, el bastón de Darwin, el cepillo de dientes de Napoleón, la navaja de afeitar de Horacio Nelson y hasta los zapatitos que Florence Nightingale usó en su campaña personal de martirologio beatífico durante la guerra de Crimea.
Pero otras muchas piezas muestran una evidente carga crítica en las pretensiones de la medicina que parecen surgir del lado más oscuro de las ciencias de la salud... y de la muerte. No es extraño, pues, encontrar en el museo salas que exhiben momias peruanas, sillas chinas de tortura, corazones humanos en formol, vitrinas repletas de utensilios de aspecto amenazador (como una serie de sierras de amputación que haría las delicias de los hermanos Mantle, protagonistas de la película “Inseparables” de Cronenberg).
El “monstruo” también tiene su representación en este museo de la vida y los horrores. Según Elena del Río, profesora del Siglo de Oro español en la Universidad Estatal de Georgia, la iconografía científica ayudó mucho a construir la idea de “monstruo” como dilema moral, misterio de la (anti)naturaleza, mal fario popular y tópico literario –piénsese en los doctores Frankenstein, Jeckyll y Moreau, por ejemplo–. En su ensayo “Una era de monstruos”, Elena del Río denuncia la compra-venta de niños desfigurados y anómalos en circos y ferias ambulantes... las mismas en las que los primeros vendedores de medicamentos voceaban las excelencias de sus productos.
Como Henry Wellcome.
1 comentario:
Tu bocata de hoy, los viernes tengo más apetito ,me ha dado ganas de jugar a los médicos. Por proximidad gogo-geográfica ,me elijo psiquiatra, según comentan, son los que dan pastillitas, con mas letra y colorcitos, en los efectos secundarios.
Bienvenido (benvingut, si lleva velo)señor Wellcom (opción trilingüe, aplicable en la meua comunitat)…siéntese en el diván, aparte un poco los monstruos y cuidado con los cuernos ,que el techo es bajo. Todo es producto de su imaginación lo sabe ¿verdad?..sigamos ayudándonos de pastillas, por cierto ,antes de irse ¿cambiamos los cromos?...tengo varios cráneos privilegiados, de distintas instituciones, un fotógrafo ciego, de retina sensible, en formol coloreado, un poli moderno, con porra incrustada por y en los…(rellénense los puntos suspensivos, el psiquiatra es de pago) y….todo ello de absoluta y monstruosa desconfianza.
Esta visita, como ya sabe, vale una pasta….así somos los vigilantes de museos.
BUEN FINDE!!!!,que el buen rollo te persiga ,incluso te alcance.
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