martes, 12 de febrero de 2008

INVITADOS

Por Carlos Rull

La primera ocasión en que uno de ellos apareció por casa, apenas me costó esfuerzo echarlo a patadas a la calle: le grité, lo insulté, creo incluso que llegué a lanzarle algún objeto contundente con aviesa intención, y acabé por verle correr calle abajo mientras abrigaba yo la firme convicción de haber resuelto el problema de manera permanente.

Sin embargo, apenas unos días después se produjo la segunda visita. Esta vez el individuo venía, menospreciando el peligro, acompañado de un cómplice de enorme tamaño, un barrigón repulsivo que no era capaz de mantener la mirada fija en un sitio. Ni siquiera llamaron a la puerta: me los encontré de pronto merodeando incautamente por mi jardín. Esa vez fui algo más expeditivo y, llevado por la más profunda indignación ante su insultante osadía, no tuve reparos en emplear la fuerza bruta. El gordo salió de mi casa con más de un hueso roto.

La tercera visita, una semana más tarde, me superó y tuve que recurrir a ayuda profesional para echarlos. Esta vez era un grupo numeroso y no mostraron disposición alguna a marcharse ni ante las más crudas y violentas amenazas que yo soy capaz de proferir. Una llamada al servicio de urgencias acabo por solventar el problema y traer de nuevo la tranquilidad a mi casa.

Regresaron, sin embargo, semanas después. Me los encontré retozando felizmente en el jardín. Y yo, al fin, ante su voluntariosa insistencia no pude mantener por más tiempo mi inicial hostilidad, y ésta tórnose repentinamente en curiosidad. Acepté quedarme muy quieto y limitarme a observarlos y escucharlos mientras trataban de hacerme entender sus necesidades. Y aquello lo cambió todo; por primera vez no los contemplaba como enemigos hostiles, como amenaza o peligro, sino que aprendí finalmente a verlos como compañeros de viaje con los que era no sólo posible sino incluso necesaria la comprensión y la convivencia.

Han pasado muchos años desde entonces. Mis antiguos amigos ya no vienen a verme, mi familia ya no me visita y los vecinos amenazan con el desahucio o con algo peor si no acabo de una vez por todas con ellos, a los que menosprecian considerándolos una “plaga”. ¡Una plaga! ¿Qué sabrán, si son precisamente ellos y no mis compañeros la auténtica y más voraz y destructiva plaga? Nadie logrará echarnos de aquí. Ni a mí ni a mis ratones. Nadie logrará apartarme de ellos.
Ah, ahí llega el camión del queso.

3 comentarios:

Raquel Casas dijo...

M'encanta el final! Si no els pots véncer...
Mira que primer pensava que parlaves d'uns okupes...
La meva gata (o "peaso tigre", com li diuen els amics) hauria fet un bon resopó amb els pobrets animalons. És una gran caçadora i sovint porta bestioles, les seves preferides són els rat-penats, aaaixxxx!

Unknown dijo...

Gràcies, compi. Pensant'ho bé, sí que parlava d'okupes, hehe. Tot sigui pel formatge i la bona llet.

Anónimo dijo...

Si era una indirecta,pa anular arrocitos,de momento virtuales,te advierto ,que mi mascota también es un !maldito roedor!...me sentiré como en casa je,je.
Te mando unas uvas,con queso saben a beso je,je.