Por Carlos Rull
Acabo de leer por ahí, en una de tantas fuentes poco fiables, que es costumbre atribuir la fundación o invención de la novela gráfica tal y como la entendemos hoy en día a la magnífica Contrato con Dios del creador del otrora genial y siempre divertidísimo Spirit, Will Eisner. Supongo que voces más expertas y autoridades más sabias podrán contradecir tal afirmación que – quede claro – no hago mía, pero me sirve de excusa para hablar hoy de lo que me apetece: el denostado octavo pasajero de este Nostromo cada día más hundido que llamamos arte, o sea, sobre el cómic, anglicismo, dicho sea de paso, horroroso que los siempre lingüísticamente atentos galos supieron evitar con su descriptivo bande dessinée. En castellano triunfó momentáneamente el siempre castizo “tebeo” y casi arraigó ese palabro extraño de “historieta”, además se han ensayado perífrasis a la francesa como “historieta gráfica”, “novela gráfica” poco exitosas ante el empuje irresistible del feísimo sustantivo yanqui.
Dardito en la palabra aparte, es evidente que hoy me ha dado por hablar de narraciones gráficas, popularmente, cómics. No demasiado, ni demasiado profundamente. Lo primero porque no me encuentro muy bien, lo segundo porque aunque quisiera, no sabría. Para solventar lo primero me he atizado un gelocatil que hará efecto en breve, para solucionar lo segundo me he agenciado en la biblioteca local un par de libros sobre historia y teoría del cómic que, para vuestra fortuna, tardarán bastante más en hacer efecto que el gelocatil.
El motivo de que quiera hablar de la narración gráfica o cómic y reivindicarla se debe a un acto de contrición, a una voluntaria penitencia por los pecados cometidos. Me confieso culpable de haber denostado e infravalorado pedantemente el cómic como vehículo de expresión artística durante largos años, imperdonable error del que vengo enmendándome de un tiempo a esta parte. Mi primer recuerdo consciente de un cómic son los Mortadelo y Filemón que me compraba mi madre cuando caía enfermo, lo cual no era tan raro como yo hubiera querido, y los Mafalda que siempre estaban en los rincones más insospechados de la casa. En la adolescencia me harté de leer cómics de superhéroes que con sus asombrosos poderes y sus ceñidas mallas me hicieron pasar buenos ratos, pero cegaron el camino hacia otra forma de cómic mucho más rica e interesante que sólo en estos últimos años, tras una equivocada etapa de rechazo, he logrado explorar.
Durante mucho tiempo tuve una visión limitada, banal, engañada y engañosa, estereotipada, de la historieta como un entretenimiento adolescente poco serio y falto de auténtica esencia artística. El cómic era un recurso que, como mucho, empleaba en clase. Buenos amigos me condujeron pacientemente a la luz – ¡no puedo evitarlo, es taaan bonita! - con una cuidadosa selección de regalos y consejos, y así fui descubriendo la obra de Brescia, de Pratt, de Moore, de Prado, leí Pyongyang, leí Blankets, leí Totentanz, leí Calvin y Hobbes, y tantos otros. Finalmente, la lectura detenida en estas últimas semanas del apabullante From Hell – arrebatadora y acongojante exploración en el laberinto del mal -, del Contrato con Dios y el Viaje al corazón de la tormenta de Eisner, de los Watchmen, me ha animado a escribir este humilde post como una forma de redención, que no como castigo para los fieles lectores.
Acabaré con dos preguntas, que tal ven algún día me atreva a intentar responder simultáneamente. A saber, ¿qué nos fascina tanto de la narración gráfica? y ¿qué provoca ese visceral rechazo de ciertas “elites“ intelectuales hacia el cómic?
Posdata. Todos somos o Mortadelo o Filemón o ambos dos.
Nota. Enlace indispensable para entrar en el mundo del cómic: guiadelcomic
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