Por José G. Obrero
Miro mis manos y las entrego así:
las doy abiertas, enormes como cuencos,
como muros sellados.
Mis manos pueden sostener un río
que nunca se desborda.
En mis manos se bebe, riegan la tierra,
suavizan el calor de las tardes de julio
y se las doy así: abiertas y capaces,
dueñas de la noche que intenta en vano
huir de entre los dedos.
Pero y la luz, ¿es mía o llega de ese faro?
¿Por qué no la detengo con los dientes,
la encierro en una jaula y la someto?
¿Por qué recodos regresa hacia mi núcleo?
Me parte en dos, la luz, cuando me alcanza
rompe mis manos como si fuesen puzzles.
El río se desborda e inunda las ciudades
y todo es agua ya, todo se limpia
y todo es luz que fluye de sus manos.
Cuentos del hada jubilada (octogésimo séptimo)
Hace 2 días
2 comentarios:
a la luz hemos de ir, duela o no y aunque el mundo se acabe con nuestra marcha, a la luz hemos de llegar, si no para qué, digo yo
Perfectamente captado y de acuerdo en todo. Gracias por tu comentario. Este es un buen comienzo de día.
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