lunes, 23 de agosto de 2010

Déjà-vu



Por Ester Astudillo

He tenido un
déjà-vu ahora mismo. No es que sea una vivencia nueva para mí, y que por ello me apresure a describirla, no: llevo sufriéndolos desde mi infancia –y enfatizo la fracción connotativa de sufrir. Me he informado un poco –poquito- y hay fuentes que afirman que es un problema, o mejor un lapsus, derivado del funcionamiento de la memoria: ciertas experiencias del presente evocan, por asociaciones de tipo diverso que no se han clasificado aún, como tampoco están descritas las características que hacen de algunos individuos más proclives que otros a experimentarlos, el recuerdo de experiencias pasadas que el sujeto, o sea yo, confunde con la experiencia presente, estableciendo entre ambas una relación de identidad que es en realidad falsa. En realidad. Eso dice la bibliografía científica. Yo lo que me pregunto es qué significa en realidad cuando tratamos del cerebro, del recuerdo y del pensamiento.

Mi
déjà-vu era sencillo, prototípico. Consistía en la apropiación, en el breve intervalo de un duermevela estival, de un recuerdo antiguo que tenía completamente olvidado. Un pasador. Así, sí, por minúsculo e irrelevante que parezca. Un pasador de pasta translúcida verde maragda y con esqueleto metálico, del único tipo que existía cuando yo era pequeña, aunque sean hoy tiempos de revival. Un pasador que no había vuelto a recordar desde que desapareció de mi vida -excúseme quien considere la expresión exagerada y melodramática, por más que se adecue perfectamente a los hechos tal y como se sucedieron.

Ahora bien, en el mismo instante en que me emocionaba por
reposeer aquella imagen dada por perdida y las sensaciones a ella asociadas -sobre las que nada voy a decir salvo que eran agridulces-, irrumpe en mi cerebro, superponiéndose a la imagen del pasador, un efebo -que bien podría describir como uno de los dioses del Olimpo- que desde las alturas, con desproporcionada envergadura -como corresponde a un dios-, acciona un dispositivo al tiempo que le ordena a algún tipo de artilugio teledirigido que active en mi cerebro el incipiente déjà-vu. A modo de un mando a distancia, o de una verdadera selección de realidades virtuales a la carta; o más acertadamente, si bien sólo en cuanto a la liberalidad de la oferta, al modo del genio de la lámpara de Aladino (tres deseos y sólo tres, etc.).

Y ahí están, yuxtapuestas, la imagen del pasador verde maragda de más de siete lustros de edad –tanto el pasador, donde quiera que esté, si es que estar está, como su representación en mi memoria-, y la imagen del dios-efebo, totalmente antropomórfico, ataviado con una guisa de camiseta rojo sangre publicitario, formando parte de un
déjà-vu enquistado dentro de otro déjà-vu, uno de los cuales es real –entiéndase real en cuanto experiencia subjetiva, huelga aclarar, dado lo dicho en el primer párrafo- y otro de los cuales es imaginario.

La parte interesante de este texto, habiendo llegado ya hasta aquí, es atreverse a dilucidar: ¿cuál de los dos
déjà-vu era en realidad real?

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