miércoles, 22 de septiembre de 2010

Paradoja de la pieza ausente (Giralt contra Giralt)

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Por Zápiro

Los lectores de Marcos Giralt Torrente acaban de recibir un regalo en forma de modelo para armar. A partir de ahora, releer a Marcos Giralt en base a Tiempo de vida (Anagrama, 2010) no sólo nos permitirá iluminar las claves de su novelística. También permitirá a Marcos Giralt deshacerse de ellas, de su carácter necesario; de ese cul de sac del que la ficción solo parecería haber ampliado el campo de batalla, no la ubicación del mismo. La cita de Amos Oz, a este respecto, tiene más de sincera liberación que de precavido distanciamiento, en el segundo párrafo del libro: “Conviene buscar [el corazón del relato] no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en el que está entre lo escrito y el lector”. Y es que ha tenido que ser una obra autobiográfica, aquella en que Giralt relata sin tapujos la relación con su padre, aquella que definitivamente le deslinda a él, su vida y problemas, del contenido y alcance de su literatura.

Imágenes de París, o de Los seres felices, cobran una fuerza alógena tras leer Tiempo de vida. Antes que nadie aparece, con todo su oficio, el escritor. Por debajo quedan sus obsesiones. Por encima, a la altura de la línea del horizonte, queda el combate. La lucha por generar una idea, un torreón que perdure. Tiempo de vida llega para reforzar la cornisa de ese edificio solitario.

Y sin embargo, no se aprecia sin la lectura de su obra de ficción. Tiempo de vida, por sí mismo, es un libro antipático. Excusado. Demasiado bien escrito para el tema que trata. A la edad de seis años, Marcos Giralt recibió desde París una postal con dos gatos de angora que no era sino la despedida de un padre, el pintor Juan Giralt (1941-2007), que había decidido soltar amarras. Tres años después de su muerte, Giralt Torrente desmenuza treinta años de dificultosa relación por medio de un cerrado ejercicio de precisión. Al contrario que en sus novelas, en las que la memoria rige la floración de la trama, el recuerdo se adueña ahora del estilo hasta agotar todos los matices. El resultado es una letanía de calculado reproche en cuyos apósitos, recortados a placer por el hijo único, lazarillo, caudillo en la pluma, todo el peso de la culpa recae sobre los morfemas del padre; sabedor, el hijo único, indolente, erizo, de que la imagen de su padre terminará volcándose, en su contra, a los ojos del lector. La apuesta es arriesgada y el mayor problema radica en alzar hasta lo literario un tema, por lo demás, tan universal. Es posible que el exceso sea narrativo, y que el encuadre de la anécdota impida a Giralt el encuadre de la anécdota. A medida que la aposición declina, el apósito encadena, subyuga la anécdota, hasta borrar su figura. Como hubiera dicho el viejo Félix, la vista de pájaro del hijo único se enrisca en el cejado rastreo de su pieza.

También el protagonista de París (1999) era hijo único, hijo de un padre ausente, o intermitente, al que no se sabía cómo querer. “En los veranos mi padre apenas aparece y de alguna manera es necesario que él se materialice para que la figura de mi madre cobre sentido. Tengo que sentir a mi padre, tengo que poder pensar en él para empezar a pensar en ella. En mi madre no conmigo, ni en nosotros dos sufriendo a mi padre, sino en mi madre sola.” Como en un paisaje de Kandinsky, la geometría moral de París acusa la falta de líneas de fuga en la ausencia de padre. En Tiempo de vida, por el contrario, se acusa directamente al padre ausente. Por más que no lleve nombre, Juan Giralt encarna y personifica en su hijo el deseo por darse, multiplicarse, acabar consigo mismo como único centro del retablo. “Una tarde, aludo a que casi todos sus cuadros repiten un mismo esquema compositivo, con un motivo figurativo, generalmente una foto arrancada de una revista, distorsionada y pintada, alrededor del que se articula el espacio del cuadro. Me refiero a ello de pasada, pero le hace mella, ya que las siguientes veces menciona en broma la figurita central, como yo inocentemente la he llamado, y, tiempo después, su pintura evoluciona hacia una geometrización del lienzo que, a base de multiplicar los centros, acababa con la noción misma de centro.”

A cambio, Marcos Giralt ha escrito la segunda parte del libro. De extensión equiparable a la primera, narra los dos años de enfermedad y muerte de Juan Giralt, durante los cuales el hijo resquebraja el mundo y le dedica atención exclusiva, con el mismo ardor que tanto le exasperó Marcos Giralt recupera por fin a su padre, se vuelca en él, se convierte en el padre de su padre, el cual confiesa su fascinación por un hijo al que no conocía. El salto, aunque no tiene una marca formal, es delicado. Han sido más de treinta años, cerca de cien páginas de reproches. El lector lleva tiempo sintiéndose incómodo. Y Marcos Giralt no lo pone fácil tampoco ahora, cuando asume, con admirable crudeza, que difícilmente se habría dado el reencuentro, la relación maravillosa que la enfermedad depara, de no haber traído fecha de caducidad. Es delicado. Las espadas, por decirlo a modo, siguen en alto. Giralt contra Giralt. El lienzo contra el libro. En un postliminio de rara belleza, Marcos Giralt penetra, magnánimo, en el corazón de su padre. Tiempo de vida, arrebatado por la vida.

La paradoja, es cierto, ha visto reducido su campo de batalla en los últimos tiempos. La memoria, ciertamente, a menudo se abstiene de pautar los retazos con que desearía ser recobrada, y tendemos a escriturarla a imitación de esa incómoda elipse con que, en la boca de la garganta, se nos queda muda. En Los seres felices (2005) Giralt retomaba el combate con el padre, la mascarada del hijo, sus dificultades para con el amor, pero los ponía en boca de un narrador canalla. El lector, es cierto, prefiere que el libro le venga ya, desde el título, en clave positiva, y ahorrarse el trabajo de volcarlo. Al fin y al cabo, piensa, si el centro del tablero ya son los otros, ¿para qué íbamos a volcarlo? Puestos a hilar fino, tampoco sabe nadie para qué sirven las 250 páginas de Antoine Bello sobre los misterios del campeonato del mundo de puzzle de velocidad; pero su Elogio de la pieza ausente (1998) retaza una bella metáfora de la cultura occidental.

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2 comentarios:

Carso dijo...

Querido Zápiro,
no es que tu crítica sea entusiasta -porque no lo es- pero sí pormenorizada, y le entran a uno ganas de asomarse a los Giralts con tu hilo prendado de perlas como guía.
Por otra parte se me ha ocurrido mientras te leía, que si Borges levantara la cabeza podría inspirarse en tu reseña para elaborar un relato en el que se reseñara un libro con tanto detalle como tú has hecho, pero con la contrariedad de que al acabar y buscarlo en el las estanterías de la biblioteca infinita topáramos con un hueco al que nos veríamos abocados como en un abismo cuyo vértigo sólo se curase escribiéndolo nosotros mismos.

Zápiro dijo...

Touché¡

De todos modos, mi querido pibe, quién carajo quiere el relato teniendo a disposición la reseña??? Quien abrevia, entendió!

www.rincondelciego.com

Un abrazo,