lunes, 7 de febrero de 2011

Visión periférica

Por Ester Astudillo


Supe que llegaba gracias a las bondades de mi visión periférica. Estaba absorta en la lectura y eso es lo más cuando la cosa lo vale. Aun así, capté apenas su silueta, a quien no atribuí de principio siquiera un género.

El trasiego era continuo, más en un día como aquel. En tales ocasiones lo suyo es pertrecharse y hacer acopio de tanta paciencia como indiferencia sea posible. Tenía la tarde perdida de todos modos, la suerte estaba echada. Hacía un tiempo de perros.

Dos asientos más allá se inclinaba una figura que acabó por moverse justo al asiento a mi lado, de eso sí me di cuenta, y me molestó. También cómo se fijaba en la portada de mi lectura, que cierto es que era algo más que sugerente, y me solivianté aún más: no soporto a quienes andan con un din A4 plegado a modo de forro para sus libros. ¿Qué les avergüenza? ¿La baja calidad de lo que ocupa su tiempo? Luego reparé en que mi incomodidad se habría evitado con uno de esos improvisados forros y empecé a ponerme nerviosa. El ruido del tráfico de personas y los nombres en boca de las enfermeras lograron disuadirme. Cerré el libro y empecé a impacientarme.

Pero antes de alzar la vista, una milésima de segundo antes de que fuera humanamente posible, supe que era ella quien atravesara mi campo de visión y fuera a apostarse al otro extremo de la sala. Fue un reconocimiento antiguo, perfumado y húmedo, como el día.

La sala era más bien mediana, encajonada entre dos salas mayores en las alas del edificio, y fueron sus reducidas dimensiones lo que hizo posible reconocerla. Continuaba extraordinariamente hermosa, a pesar de su edad.

Como entonces, era evidente su desinterés por semejar algo más allá de lo puramente genuino en ella misma, y eso le añadía imponencia. Seguía siendo, me fue evidente enseguida, ajena al efecto perturbador que causaba en los demás, cuanto menos en mí, y volví a convulsionarme. Se fue despojando pausada de las capas de ropa oscura y plegando las prendas de abrigo sobre su regazo, junto al paraguas granate apostado en la pared que rezumaba e iba calando mansamente los cruces de líneas negras y sucias del encerado.

Fue el aroma híbrido de humedad, calor y jabón que desprendía el bulto de su cuerpo con los movimientos al desvestirse ante una decena de espectadores involuntarios, aquel perfume tibio y selvático tan característico suyo, combinación de agrio y punzante y salobre, lo que me hizo persuadirme de su presencia en la estancia. Mientras me debatía entre la sorpresa, la incredulidad y el shock que me inmovilizaban, y el deseo de gritar ‘Aline’ y abalanzarme sobre la pila de ropa ordenadamente amontonada en sus muslos antiguos, oí mi nombre, siempre con el acento en lugar equivocado, pronunciado con voz desabrida desde el despacho del ala derecha.

Ya me incorporaba y dejaba atrás aquella escasa intersección con Aline treinta años más tarde; ya se había decidido que no iba a ser posible un verdadero reencuentro. Suprimí el deseo de acercarme a su vertiente en la sala so pretexto de desechar el vaso de café aún caliente y surqué la distancia hasta la puerta blanca con desgarbo, no sin antes dedicar un último reconocimiento a la lágrima gruesa y lastimosa que pendía, creciente, del extremo elevado de una de las varillas de su paraguas granate.

4 comentarios:

Mercè Mestre dijo...

Només tres adjectius:
Extraordinari. Extraordinari. Extraordinari.

Prosa i mirada subtil, de categoria A.

Beatriz dijo...

Gràcies, Mercè. Amb el teu mocador la llagrimeta ha trobat el seu nínxol natural. Ara ja podem dedicar-nos a fruir d'aquest magnífic i efemèric dilluns.

Petó. See u soon;)

Carso dijo...

para lágrima la del lector, que se queda con las ganas de que vuelva sobre sus pasos, renuncie a la visita y se estreche en un abrazo con Aline.
otra vez será, de aquí a 30 años, tal vez?

Beatriz dijo...

30 exactamente, sí. Es lo que tienen las efemérides... Tic tac tic tac tic tac...

Un beso francés, wapuuuu. Noooo, arj, quiero decir en francés... ;)