miércoles, 3 de enero de 2007

El drama humano


De todas las tendencias humanas, la más ridícula es la tendencia a la exageración, al uso porque sí de la hipérbole que acaba desvirtuando el sentido de las quejas. El sintagma “drama humano” (habitualmente deformado en un “drama humanitario” que tendría que hacer sonrojarse a quien pronuncia la sandez) se ha llegado a oír en contextos tan absurdos que uno acaba seguro de que quien lo usa confunde el hambre de las ganas de comer.

Viene esto a cuento de dos microhistorias cruzadas. La primera, la de la explosión de una bomba en el aeropuerto de Barajas. Es normal que una situación como esa, afortunadamente excepcional, cree incomodidades, y también sería normal que todos aceptáramos que eso va a ser así siempre. Pues bien: se veían imágenes televisivas de energúmenos indignados por la "falta de previsión". No se sabe a quién acusaban exactamente, porque la crítica en abstracto, tipo conjura planetaria, parece que surte más efecto. Quizás acusaban a las autoridades aeroportuarias, locales, regionales, estatales, comunitarias o, ya puestos, al presidente del Consejo Regulador de Vinos de La Rioja. Claro. Vuela en pedazos un aparcamiento de varias plantas y a mí se me alteran mis planes de vuelo. Un drama humano.

El segundo relato es el de un retraso de seis horas y media por avería en un vuelo que tenía que traerme de vuelta a Barcelona desde Lisboa el día 31. La verdad es que nunca tuve la más mínima duda de que me comería las uvas en casa, porque me costaba lo mismo confiar en que así fuera que desconfiar en la resolución del inconveniente. Pero, de todas maneras, puntualizo, si me hubiera quedado en tierra tampoco se habría acabado el mundo. Pero a este relato le falta salsa. Lo voy a reescribir en versión “drama humano/humanitario”:

La compañía Clickair, participada por la impresentable Iberia, nos dejó el día 31 de diciembre tirados como colillas la friolera de 6 horas y media en el gélido aeropuerto de Lisboa. Es indignante que en estos tiempos tengamos que sufrir la falta de previsión de la compañía y que nadie diera la cara: se avería un avión y la única solución que nos dan es la de traernos otro. Mientras tanto, como maniobra diversiva, nos ofrecen una comida pírrica compuesta por medio bocadillo, un refresco y un café. Pero lo peor de todo fue la falta de información. Había quien no sabía si podría ir a casa de los padres o tendría que conformarse con ir a la de los suegros. Otros se congratulaban por haber decidido de antemano dejar las sillas en casa de la hermana. Los de más allá lamentaban su mala estrella: tendrían que ir a cenar sin poder pasar por casa a ducharse ni, lo que es peor, ponerse maquillaje de purpurina ni comprar el cotillón. Pese a la inepcia de Clickair, el corajudo pasaje del avión reivindicó sus derechos y consiguió evitar el drama humano (o humanitario, tanto monta, ¿no?) gracias a la cual llegó una aeronave de reemplazo. Pero esto no va a quedar aquí. Exigimos compensaciones por los traumas psicológicos y dimisiones de los responsables del atropello y bla, bla, bla.

Sin caer en los excesos de los santones, a los que una cornisa les agrieta el cráneo y piensan qué han hecho para que el universo se enfade así con ellos, debiéramos ser un poco más pacientes y aceptar que hay cosas que escapan a nuestro control y sobre las cuales no podemos actuar. Son así y punto. De otra manera, a ver qué palabras nos quedan para referirnos a aquello que supere –y vaya si hay cosas que la superan– la ridícula, cargante y exagerada importancia que le damos a nuestros contratiempos de pasajeros del primer mundo.

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