viernes, 5 de enero de 2007

El arte interesado: El caso Pollock

Por Iván Sánchez Moreno

No hay arte inocente, y mucho menos en el siglo XX. Sin embargo, los artistas más transgresores pueden ser por el contrario meras herramientas de una institucionalización gubernamental para incidir mayormente sobre la opinión pública, tan eficaz como la TV pero avezada al sector más in y cool de la población –o sea, los que van de listos sin tener por qué serlo–.

Un ejemplo de ello fue la creación mediática de Jackson Pollock. Dejando de lado su presunta (y muy discutible) condición de genio –palabra que no obstante remite a una tara de la naturaleza: para muchos psicólogos, un genio es una excepción congénita de la mediocridad humana, esto es, un ejemplar fuera de lo común, lo mismo que un monstruo aberrante en una feria de vanidades pero revestido de un aura de respetabilidad social y de idolatría casi pagana–, conviene advertir que a Pollock le benefició de manera sorprendente la crítica situación histórica y política que vivía su país en el momento de su gloria artística.

En cambio, el arte de Pollock no resulta precisamente muy “agraciado” para el gusto del público norteamericano, domesticado por otras artes de mercado, mucho más formalistas y comprensible. Pollock hizo del temperamento (y la ira) una energía artística, plasmó el gesto sobre el lienzo como imprime el cine el movimiento, lo que le valió un apelativo tan despreciable como el de “derramador de pintura”. Y por el contrario, pese a ser tan poco estimado por el gusto general estadounidense (cebado a base de cerveza de lata, soda con jarabe de grosella, crema de cacahuete, hot dogs y hamburguesas frente a un partido de béisbol), Pollock se convirtió en uno de los máximos representantes del arte patrio de la época.

Poca gente hubiera previsto un auge tan rematadamente raro ante un panorama tan asfixiante y conservador como el de los USA de mediados de siglo. Pollock ni siquiera era un estadounidense de cuna. Nacido en el seno de una familia de inmigrantes irlandeses y escoceses, antes de cumplir los veinte ya era un consumado bebedor con fama de pendenciero, camorrista y gárrulo, un cowboy de Arizona que había renunciado a su nombre de pila (Paul) para llamarse como un boxeador... lo cual ya supone una declaración de principios en toda regla.

Quizá se le intuía a Pollock una mente un tanto cerril y de pocas entendederas, y por eso vieron en él un artista cuyo talento podía arrasar en lo plástico mientras en lo filosófico evitaría (por su ceporril cierre de miras) toda reacción contestataria contra el estado de la nación. De hecho, Pollock detestaba la burda palabrería de los intelectuales de postín, el agasajo hipócrita de los críticos, los falsos aduladores del arte y las teorías sobre su pintura, limitándose casi siempre a repetir de sí mismo lo que contaba sobre él su esposa Lee Krasner. El principal reclamo de una fiesta donde hubieran invitado a Pollock no era la simpatía y la veneración que despertara, sino que se le desatara la lengua tan rápido como la bragueta y se pusiera a mear de cara al fuego de la chimenea o dentro de la fuente del ponche.

Al gobierno norteamericano le daba igual que Pollock pintara con la churra embadurnada con melaza. Pollock era tan sólo una “marca de la casa”, un producto nacional, como los chorizos de Guijuelo o el vino del Priorat. Si las cortes españolas tuvieron su Tiziano, los EEUU del senador McCarthy dispusieron a Pollock.

El país sufría por entonces un perpetuo acoso paranoico causado en parte por la caza de brujas anticomunista. A la opinión pública la azuzaban con una constante obsesión por acusar a todo el mundo de ser un traidor en potencia. El movimiento beatnik era una amenazadora horda de revulsivos rojos: cantantes como Woodie Guthrie, escritores de la talla de Kerouac o Ginsberg, directores de cine (Elia Kazan, Dalton Trumbo) e incluso presentadores de la tele (el caso Good Night and Good Luck) insuflaban con sus artes pensamientos facinerosos y alborotadores que convenía silenciar a toda costa.

EEUU necesitaba recuperar el prestigio perdido tras su “victorioso” estreno en los libros de historia por las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, las inminentes guerras de Corea (y posteriormente Vietnam) y sus trifulcas de dormitorio con Castro. Y como no parecía suficiente con exportar chicle y cocacolas en cada Plan Marshall, la mismísima CIA comenzó a financiar a destajo –sufragado con dinero del erario público– todo tipo de propuestas culturales arriesgadas para lavar así la imagen del país y reconvertir la mala prensa que merecía el gobierno estadounidense en el extranjero.

Al respecto, el arte abstracto fue todo un filón. Al carecer de contenido “narrativo” resultaba tan políticamente neutral como las canciones de los Archies. No es lo mismo elogiar a artistas que protesten por la libertad y los derechos civiles que aupar presumiblemente a nuevos valores rompedores cuya revolución no impregna conciencias más allá del impacto burgués. El arte de Pollock –como el de su contemporáneo De Koonig– originaría infinidad de discursos absolutamente descontextualizados de la realidad que mantuvo durante un tiempo a los intelectuales alejados de la problemática social y un poquito distraídos a la hora de denunciar otras actividades del gobierno políticamente incorrectas. El arte sirve también (como aquí) de cortina de humo...

La promoción de un artista desde los estamentos burocráticos tiene en contrapartida el uso (y abuso) interesado, lo que equivale a una gloria con fecha de caducidad. A rey muerto, rey puesto, dice el refrán. Asimismo también los artistas son de quita y pon. La calidad de su éxito, por tanto, no debería venir avalado por los expertos del tiempo presente, sino por su trascendencia futura. Del estilo Pollock surgieron en su momento imitadores a porrillo, pero pronto se le agotó la leche a la vaca. Para subsanar su falta de continuidad –o de desarrollo, aunque careciendo de un discurso teórico fijo ese arte se acaba tan pronto como fallece el artista–, los adalides pollockianos alegan que su arte fue un producto de un tiempo y una época. Si fuera de esos márgenes ese arte no provoca, será porque ya no le queda nada más por decir.

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