viernes, 12 de enero de 2007

PICASSO POR DALÍ

O el conservadurismo de la anarquía

Por Iván Sánchez Moreno

Dalí nunca disimuló su ojeriza por Picasso, aunque reconocía –quizá corroído por la envidia– su indiscutible genialidad. El 11 de noviembre de 1951, en el Teatro María Guerrero de Madrid, y apoyado por un séquito de burócratas del régimen franquista, el pintor catalán pronunció una conferencia sobre Picasso que despertó las iras de algunos fans del malagueño –entre ellos, un enfervorizado Antonio Saura que se levantó gritándole: “¡Facha, facha!”.

Apoyar a Dali, después de echar a perder tantos grandes artistas en el exilio (como el propio Picasso), era una garantía para el gobierno del Caudillo de exportar al menos un producto nacional de primera calidad. Su éxito norteamericano avivaría los celos del grupo surrealista liderado por Breton, hasta el punto de ganarse el “cariñoso” apelativo de Avida Dollars, lo que también propiciaría su expulsión del movimiento por sus diferencias ideológicas “políticamente incorrectas”, esto es, moralmente ambiguas.

España quería para sí alguna firma de enjundia para hacerse un hueco en las nuevas vanguardias, y quería a toda costa absolver al primero que abandonara el destierro y regresara al país con la gloria forjada afuera. José Antonio llegó incluso a organizar un secuestro del “Gernika” de Picasso secundado por una escolta de falangistas, reclamando una obra capital del desperdigadísimo patrimonio artístico español. Esos pérfidos planes, que podrían haber inspirado un buen guión para Buñuel, se fueron al traste cuando García Sánchez replicó que, más que a Picasso, lo que convenía recuperar era el peñón de Gibraltar, considerando que un trozo de tierra yerma le iba a ser aún más útil a un pueblo hambriento que la cultura y el arte.

Salvador Dalí era al respecto mucho más escéptico sobre la pintura española de su tiempo, de la que tan sólo salvaba la obra de Picasso. En cambio, admitía que frente a un picasso sentía el asco más grande que nadie pudiera imaginar. El pintor catalán definía al malagueño como un artista radicalmente negativo, un destructor integral que lo impregnaba todo de pesimismo por su grotesca visión de la vida. Al parecer de Dalí, lo que le perdía el alma a Picasso –y que traslucía en su obra– era un miedo atroz.

Ese miedo sería lo que a mediados de siglo atenazaría el arte picassiano, pobre en ideas nuevas, cada vez más bruto de líneas, de volumen plano y temáticamente repetitivo. Dalí argumentaba que la grandeza de Picasso comenzaría a desinflarse cuando vio que su poder revolucionario había alcanzado todo su límite humano, y que materialmente había cosas de las que Picasso no era capaz. No sabía extender un color bien homogéneo sobre la tela y su contraste de gamas era tosco y, según las críticas de Dalí, manifestaba una evidente dificultad manual para dibujar a lo Meissonier (o sea, con profusión de detalles finos).

“No se puede pintar nada más feo que Picasso”, apostilló Dalí ante la escandalizada horda de fans del malagueño que se congregaba allí para oír su disertación. Posteriormente Dalí matizaría sus palabras advirtiendo que el anarquismo picassiano sólo podía lograr lo sublime en la fealdad. Con su genio había llevado la fealdad a tal extremo de esteticismo de la Belleza –así, con mayúscula– que ya no quedaba posibilidad alguna de seguir adelante. Y llegado al final del arte –quebrando las normas, rompiendo barreras, dinamitando el mundo con su pintura–, ni siquiera Picasso podía avanzar más, así que no quedaba más remedio que volver a las raíces clásicas, renacentistas y flamencas (Velázquez, Durero, Rafael, Vermeer...), y comenzar de nuevo.

Que a toda revolución le siga consecuentemente un conservadurismo, cuando aquel rupturismo ya se ha domesticado, es un axioma inquietante. Hasta un genio inconmensurable de la talla de Picasso podía agotarse en su diaria lucha contra la asimilación, lo acomodaticio y la búsqueda utópica de soluciones contra la rabia real del mundo. Será que, como afirmó hace años el gran Jaume Sisa, el estado natural del hombre es ser una silla, y descansar. Por eso el hippie acaba de yuppie y el obrero de empresario, porque a fin de cuentas los ideales son como los cuadros: todos son renovables y de quita y pon, pero lo que no cambia nunca es la pared que lo sostiene. Esta premisa, sin embargo, provoca la peor de las angustias...

No hay comentarios: