viernes, 19 de enero de 2007

Proclama de la fealdad

Por Iván Sánchez Moreno

Que el arte contemporáneo sea cada vez más interesante intelectualmente pero sin embargo no despierte ningún gozo estético, es un signo típico de los tiempos que corren. Echando un vistazo a las exposiciones presentadas en los centros de arte avanzado del país en los últimos años, da la sensación de que su frialdad plástica –condicionada por el abuso de soportes videográficos, instalaciones tecnológicas y montajes excesivamente retóricos y conceptuales– es una lacra de la incipiente deshumanización del mundo que estamos viviendo.

El artista se ha dejado domeñar por actitudes publicitarias que han acabado con el propio sentido espiritual del arte para transformar la Belleza en un mero producto de mercado al alcance de unos pocos. La forma se ha comido el contenido, y el público ya no es más que un consumidor, no una razón de ser para el artista, sino un valor añadido sobre la obra. El arte –aderezado por espesas campañas de marketing con flyers, banderitas y cartelones de colores por toda la ciudad, disfrazando con puro diseño lo que por su propia naturaleza artística debería (en teoría) valorarse por sí solo– se ha convertido en sucedáneo y fast food: quita el hambre, ceba la panza, atonta paladares, uniformiza el gusto y se caga tan rápido como se come, de pie.

Ni siquiera el sexo es lo que era: han terminado sustituyendo el fino erotismo (que es como distinguir el toque de canela en el té de las cinco) por la pornografía de garrafón y morcilla garbancera.
Son otros tiempos, dirán ustedes. Cada época ha creado un nuevo ideal de Belleza, es cierto. Pero eso significa entonces que nunca ha sido algo natural, sino una construcción social, una convención de intereses entre artistas y público (o lo que es lo mismo, entre oferta y demanda). Por descontado no son equiparables las Tres Gracias de Rubens con ese esqueleto con ojos de nombre Twiggy que hizo furor en la pasarela de los `60 y que arrastró al báter a todas las niñas para vomitar hasta la muerte. En todo caso, lo que sí ha mutado no es el ideal en sí, sino las proporciones con las que se mide.
Volviendo al ejemplo del porno, el cambio que se deriva de ello no implica solamente una involución en la educación de la sensibilidad, sino también en la inversión de tiempo en cosas tan banales como son el arte y el cultivo del espíritu. Dado que el amor no es para siempre –dijeran lo que dijeran los poetas–, lo que impera ahora es el consumo rápido, directo e inmediato del sexo fácil y consumado, el aquí-te-pillo/aquí-te-mato, el polvo a salto de mata. La seducción por lo sugerente ha dado paso a la excitación fragmentaria, a la atracción cárnica y objetual por trozos de cuerpo despersonalizados (un chocho peludo sin identidad, un pene flácido chorreante de semen, un pecho anónimo y recauchutado...).
Lo peor está por llegar. Este nebuloso aprendizaje de la lectura de almas que supone el arte comporta luego una precaria proyección sobre la realidad. Stendhal definía la Belleza como promesa de la felicidad. No obstante, hoy la felicidad la aportan otras riquezas más prosaicas y materialistas. La publicidad prostituye constantemente un prototipo de sujeto guapo que no es sino sinónimo de tipo rico (y joven, de trabajo estable y bien remunerado, promiscuo, deportista, soltero y sin compromisos más allá de los que dicte a su conciencia la oenegé más fashion), aunque sólo el que tiene mucho dinero puede gastárselo en ostentaciones de poso plano. Esta neurosis de la gente guapa por el ascenso social a costa de lo superfluo obsesiona a todo quisque por vestir de marca, llevar gafas de moda (o sea, las de pasta “de toda la vida”... las mismas que se quedaron desfasadas hace seis lustros y que volverán a desfasarse mañana), leer el best-seller de turno, ver los últimos estrenos, etc. Por el contrario, quienes se consideren ricos de espíritu seguro que responde a que son más feos que Picio.
Rafael Argullol, en “Tres miradas sobre el arte”, desglosa una crítica feroz contra las leyes de mercado que rigen los valores estéticos de nuestra sociedad. Entendiendo que la cultura se divide tradicionalmente en tres edades madurativas –la infancia, donde impera el juego como descubrimiento de las cosas; la adultez, en pleno desarrollo de la responsabilidad; y vejez, etapa máxima de la sabiduría–, la época actual le pone en cambio fecha de caducidad a quienes pasan de los 30. Volcándose casi exclusivamente en la juventud –que ve asimismo la vida como un divertimento efímero y fútil–, vuelve viejos a los adultos y suprime así de una tajada la posibilidad de sentirse responsable de las acciones de cada cual. Cruzado el umbral de los 30 ya no hay vuelta atrás y no se pueden corregir los errores, vienen a decir. De igual modo silencian al arte con abstracciones y metatextualidades ajenas a la realidad social, alejando a la gente de la reflexión sobre sí mismos. El arte rebelde no es sólo el que rompe con el presente, sino el que trasciende en el futuro, el que enseña a Ser. No como grupo ni partido, sino como individuo social, pero ante todo humano.

2 comentarios:

gonzalezcastro dijo...

Si acaso, matizaría que las orillas de la juventud se han distanciado de un modo bárbaro. A una lado, la infancia, que se acorta dramáticamente; en la otra orilla, la madurez, en la cual se percibe que uno ingresa cada vez más tarde (más allá de los 30, en todo caso). Todo ello al margen de que la ONU enmarque la juventud entre los 15 y los 24 años. Suscribo la sustancia de lo que dices, especialmente en lo que se refiere a la esterilización a que conduce todo cuanto sea "meta-" y aspire a quedarse en el círculo de los iniciados.

Anónimo dijo...

Simplement genial: la descripció de la merda d'art actual en porque paraules. Us felicito pel blog.