Por Iván Sánchez Moreno
Hace dos años la exhibición de un cuadro de Lucian Freud provocó un gran revuelo en Inglaterra. El nieto de Sigmund había compuesto una variante sobre la poética del arte, que es de hecho uno de los temas más ricos y sugerentes de la pintura: un análisis pictórico de la relación que se establece entre el artista y la musa en el momento mismo de hacer su retrato.
La obra –de inequívoco título: El pintor sorprendido por una admiradora desnuda– presentaba al artista tratando infructuosamente de acercar el pincel al lienzo, mientras la modelo se le enroscaba en porretas alrededor de una pierna, impidiéndole moverse. La pieza, qué duda cabe, levantó polvaredas en los círculos críticos más conservadores del país, y pronto emergió en la prensa una campaña de desprestigio contra Freud y su obra. Al pintor le tildaban de pederasta porque se retrataba a sí mismo como un viejuno de 80 tacos y no como un adonis apolíneo y macizote para sofocar así los calores de las escandalizadas burguesas inglesas. El cuadro, pobrecico, recibió la peor parte, pues sobre su inanimada existencia material vertieron toda una carga de peligrosidad social y terrorismo de Estado.
Imbuido por una ola de paranoia colectiva sin precedentes, el pueblo inglés salió a las calles exigiendo a la National Portrait Gallery de Londres que retirara inmediatamente aquella repugnante obscenidad. Sin embargo, lo que más asqueaba a las mentes bienpensantes de Inglaterra no era en sí la desnudez de una muchacha que podría pasar por la biznieta de Freud, sino el cambio ocasionado en el ya habitual papel pasivo de la modelo frente al pintor. En este caso, la chica había roto esa distancia tácita que separa el mero objeto a representar –no la mujer como ideal de deseo, sino simplemente el cuerpo, despojado de toda voluntad y psicología–, para convertirse en una fan fatal obsesiva y enfermiza, capaz de entregarse a su ídolo hasta la humillación, arrodillándose a sus pies y evitando a toda costa ser poseída sólo a través del cuadro. Ver a un anciano con el pincel enhiesto en la mano sin saber qué hacer ante una zagala tan voluptuosa y liberada fue sin duda lo que provocó las idas y rabizas de medio país.
Cuadros más guarros que éste ha visto la Historia. Así a bote pronto vienen al recuerdo tres cochinadas firmadas por Courbet: El taller del artista, en el que se exponen impúdicamente las carnes turgentes de una fémina ante la pervertida mirada general de una concurrencia de cachondos libidinosos; El sueño, una picaruela siesta que sugiere más bien un cuadro lésbico; y El origen del mundo, que es el retrato a lo bruto de un chocho peludo. Pero el “escándalo Courbet” no puede reducirse exclusivamente al contenido erótico –casi pornográfico– de sus obras, como tampoco debe considerarse a Freud un sátiro vicioso o un viejales depravado. El sexo es sólo una excusa. La llaga de la decencia que apretó Gustave Courbet era mucho más sutil e incisiva, y radica en la forma de exponerlo: académicamente, con un trazo impoluto y detallista, un trato exquisito del color y una composición armónica y equilibrada, muy al gusto de clásicos y expertos. ¡Ah, Courbet, qué gamberro más inteligente!
A nadie le amarga un dulce, como tampoco un poco de sexo. Es el exceso de azúcar lo que causa diabetes y caries, y es en ese abuso donde falla la voluntad del sujeto, no en el azúcar por sí solo. Ver la depravación en el arte es ser un depravado frente al cuadro. Ajusticiando el cuadro (y el artista), el pecador queda libre de pecado... En el año 2005 ninguna voz bramó en contra de cuadros como los de Courbet, colgados también en las paredes de un museo, así que ¿a qué viene tanto escándalo? Si hay un sexo atractivo y otro que no, ¿qué hace mucho más feo al de Freud? La respuesta es fácil: su obra fue comprada por la institución con dinero de los contribuyentes. En conclusión, el público inglés hubiera preferido una sosísima escena de picnic en la campiña antes que ese “ingrato atrevimiento” de Freud (¡que ni siquiera es inglés!).
En estos tiempos tan ñoños, lo políticamente correcto alcanza cotas de máximo ridículo. Este mundo de hoy, diseñado con falsos valores de plástico y celofán, invita cada vez más a la mojigatería y la pataleta, sedando conciencias y adormeciendo revueltas. Por contra, está rebrotando un hipócrita puritanismo de nuevo cuño, ése que defiende un determinado tipo de censura para casos muy concretos por el supuesto bien común de una sociedad que cena tan pancha viendo la tele vomitar imágenes de guerras, tiroteos, violaciones y maltratos de todos los Derechos Humanos, pero sin ofender ni faltarle el respeto a nadie. En cambio, todas las atenciones de la ética civil se distraen tapándole el sexo a los ángeles con papel de fumar.
1 comentario:
Ojalá no caigamos en esa mojigatería, porque la verdad es que por todos lo medios nos "educan" en ella y al mismo tiempo nos endurecen el corazón haciendo cotidiano lo que debería ser horrible: la guerra, la destrucción del planeta... Trataremos de mantenernos alerta.
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