miércoles, 21 de marzo de 2007

La insoportable pesadez del ser

Por Andrés González Castro

A mis tiernos 16 años me cambió la vida la concesión de la Flor Natural en los Juegos Florales del instituto. (Me parece que Rubén García Cebollero también ha confesado un accidente parecido en páginas precedentes de esta bitácora. Suministro este dato al futuro Plutarco que biografíe nuestras vidas paralelas.) Pese a que el poema, con 16 años de perspectiva, se antoja engolado, insincero y frío, más malo, en suma, que la carne de pescuezo, la ganancia del premio me afianzó en mi vocación de escritor. El borroso sueño infantil empezaba a materializarse en la adolescencia con la forma de una rosa y un lote de libros entre los cuales figuraban los venenosos Milan Kundera y Jaime Gil de Biedma.

De la misma manera que Cervantes leía cualquier papel del suelo, según explica en el Quijote, servidor empezó leyendo indiscriminadamente todo lo que caía en sus manos. ¿Que en la biblioteca del aula había La verdad sobre el caso Savolta? Pues el menda, que a la sazón tenía 10 tiernos años, se lo leía de pe a pa y, sin solución de continuidad, pasaba a leer un libro de los Hollister. ¿Que en casa había apenas una Biblia, Al este del Edén y libros regalados por la Caixa de Sabadell? Pues ni corto ni perezoso todo el año leía pasajes del Antiguo Testamento y en verano se metía entre pecho y espalda el ladrillo de Steinbeck después de ver, ahí es nada, El coche fantástico, El halcón callejero o cualquiera que fuese la serie del momento. La EGB en masa la recuerdo como aquellos años en que a uno lo depositaban en la biblioteca para que hiciera los deberes, leyera Astérix y Obélix, Tintín, Cavall Fort, libros de Kasperle y otros títulos tanto o más inapropiados para formar una persona de provecho.

Acabada la infancia, los dos libros que me regalaron en los Juegos Florales supusieron la pérdida de la inocencia literaria y los primeros síntomas de un síndrome de Diógenes que con el tiempo no han hecho sino agudizarse. Hasta los 16, uno se conformaba con que le prestaran un libro en la biblioteca, lo leía y lo devolvía. La exigua colección de casa le confirmaba a uno en la creencia de que no cabía poseer metros y metros de libros. Pero entonces empezó la manía de adquirir, primero libros nuevos, luego también usados, acudir a bibliotecas que se los quitaban de encima, sustraerlos de estantes en que los habían arrinconado, no devolverlos a los amigos y acudir a todas las trapacerías imaginables para un único fin: amontonar. De este modo, he llegado a juntar una biblioteca que con mucho sobrepasa los mil libros y que en ciertos momentos es más un engorro que otra cosa, como se acaba de poner de manifiesto con motivo de unas obras en casa para instalar parquet. Ahora que toca mover todo el papel encuadernado, uno se da cuenta de todo el lugar que, pese al refrán, ocupa el saber; pero también de la ostentación, la compra compulsiva y la acumulación sin más. Cuando uno descubre en un estante remoto la tauromaquia de Pepe Illo, confirma que uno ha llegado demasiado lejos en su afán de acumular y que ha llegado el momento de esponjar los anaqueles de tanta insoportable pesadez.

Si en La insoportable levedad del ser ella se planta en casa de él con una maleta que es nada más y nada menos que un pasado y un proyecto de futuro, las ocho cajas de libros sobrantes que tengo en el maletero del coche no simbolizan sino todos los proyectos de lectura abortados, todos los senderos que se bifurcaban pero que no tomé, todas las cosas que renuncio a saber alegremente. Quizás porque asuma que ninguno de los libros que daré, venderé o quién sabe qué destino tendrán me lo llevaría a una isla desierta. Desde luego, no sería el caso de la antedicha tauromaquia ni de muchos otros títulos que no mencionaré para no perjudicar a los padres o madres vivos y vivas de las criaturas.

En la biblioteca infinita, casi borgeana comparada con el tamaño del piso, cabe practicar algunos agujeros negros. Quizás para que ocupe ese espacio incierto, siempre amenazado con ser engullido hacia la nada, algún otro volumen de mucho más provecho. Pues uno siempre tendrá la sospecha, con Keats, de que las melodías que quedan por oír habrán por fuerza de ser mucho más dulces.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Aunque, es preciosa tu sospecha, cómplice con Keats,te advierto ,que las dulces melodias por oir,a veces chillan insoportablemente.Pero resuelven rápidamente los problemas de espacio y de conciencia...los angelitos,la fuerza de la vida...lo arrasan todo indiscriminadamente,en un egocentrico proceso de selección natural,basado en los cinco sentidos y en un sexto ,que les hace evitar las tauromaquicas envestidas...cuestión de gusto.

Unknown dijo...

Atrapado también en la compulsiva adquisición bibliográfica, rendidas mis estanterias y las de mis padres a la lógica espaciofísica, reconozco que, como tú, compañero, tengo que deshacerme de mucha letra impresa. La guerra ha terminado.

Gogus dijo...

Bé, la veritat és que tinc la esperança que amb el temps llegeixi/adquireixi menys llibres i, amb una mica de sort, arribar a la tercera edat llegint-ne només dos o tres, però realment ben llegits, no més. M'agradaria acabar sent una persona de dos o tres llibres...

R.P.M. dijo...

Un especial saludo de mi mujer. Te alaba enormemente y te pone como ejemplo, porque siempre me está diciendo que no sabe para qué acumulo tantos libros.
Al final me convenceréis entre todos. Ah, una cosa: el Proyecto Liber admite donaciones (je, je)

Anónimo dijo...

Iván Sánchez

Ei, Andreu, passa´m els llibres que et sobrin, que tot i que jo no tinc gens d´espai propi, em sobren ganes de sentir-me petit.