Por Andrés González Castro
Este verano pasado, procedentes de Las Vegas, hicimos noche mis tres acompañantes femeninas y yo en un pueblo merecedor –por el nombre– de haber aparecido en El gran dictador de Chaplin: Fredonia (condado de Coconino, en Arizona, Estados Unidos). El motel se beneficiaba de su situación en medio de la nada para acoger a viajeros con destino a la principal atracción del estado, el archiconocido Gran Cañón del Colorado. El caso es que después de una noche en que intentamos conciliar el sueño echándonos unas partiditas de póquer para estrenar las chips compradas en la ciudad del juego, partidas que no hicieron otra cosa que desvelarnos, después de que Jeremy el instalador de tejados y su amigo borracho intentaran ligar con mis acompañantes infructuosamente, amaneció, que no era poco, y fuimos a tomar el desayuno de campaña en la recepción del motel.
Es habitual que en Estados Unidos la gente entable conversación con otros a quienes no conoce de nada, sobre todo si a uno le ven pinta de extranjero. En general, la gente es más amable por aquellos pagos que por estos –si bien lo cortés de las formas no quita lo caliente de las riñas con pistolas–. Un tipo que estaba recorriendo el país desde Pórtland, ataviado con un gorro playero muy adecuado al desierto, me pregunta solícito que de dónde éramos. “De Barcelona. España. Europa”, intento situar con tres palabras, por si la primera no es suficiente (omito el Cataluña para abreviar el rosario, porque presupongo que desconoce el topónimo y porque en el extranjero y en vacaciones no me apetece hacer pedagogía). El señor, a quien acompañan tres angelitos rubios, una mujer y un perro, y que lleva enganchado al coche enorme un remolque aún más enorme, como es bastante habitual por las carreteras norteamericanas, quiere adquirir más conocimientos sobre Europa, así que inquiere: “Debe haber un paseo muy bonito en Barcelona”. Aquí se acabó la conversación. No es que yo no entendiera la palabra promenade, sino que me quedé tan desconcertado por el comentario que no supe qué decir. Casi como si me hubiera preguntado si en Barcelona hay árboles o a qué huelen las nubes.
Y es que el concepto de paseo, si bien cada vez el nuestro converge más con el suyo, es harto diferente a una orilla y a otra del Atlántico. Allí se pasea por las zonas de compras, frecuentemente centros comerciales; aquí, en cambio, todavía las ciudades y los pueblos tienen zonas de paseo, plazas y otros espacios públicos de encuentro. Por eso es impensable que uno recomiende a un turista entre las diez principales atracciones de Barcelona el Maremágnum, porque una zona de compras no es zona de paseo. Contrariamente a lo que se hace aquí, días antes nos habían recomendado en San Francisco que fuéramos al Pier 39. El sitio en cuestión es una especie de Maremágnum, pero con el añadido, reconozco que pintoresco, de unos leones marinos de enormes proporciones. Claro que no va uno a pasear por Yerba Buena Gardens para cruzarse con decenas de mendigos o siquiera por Union Square (una especie de Plaza de Catalunya) para que un tipo con fideos en la barba le pida una moneda y le estropee la sensación de qué bello es vivir que embarga a todo turista que se precie.
En contraste con esta imagen decepcionada de San Francisco, este pasado domingo 4 de marzo, casi primaveral, Barcelona lucía como nunca. Se celebraba una maratón al par que una carrera de 10 kilómetros con final en Montjuïc. El MNAC estaba abarrotado de tardones como yo que no querían perderse la exposición del Metropolitan, en jornada de puertas abiertas, para contribuir a las aglomeraciones que nos son tan caras. Daba gusto, de espaldas al ocio de consumo, consumir el domingo ocioso en las plazas, los parques, los paseos. Este domingo democrático, casi glorioso, de primavera anticipada.
Este verano pasado, procedentes de Las Vegas, hicimos noche mis tres acompañantes femeninas y yo en un pueblo merecedor –por el nombre– de haber aparecido en El gran dictador de Chaplin: Fredonia (condado de Coconino, en Arizona, Estados Unidos). El motel se beneficiaba de su situación en medio de la nada para acoger a viajeros con destino a la principal atracción del estado, el archiconocido Gran Cañón del Colorado. El caso es que después de una noche en que intentamos conciliar el sueño echándonos unas partiditas de póquer para estrenar las chips compradas en la ciudad del juego, partidas que no hicieron otra cosa que desvelarnos, después de que Jeremy el instalador de tejados y su amigo borracho intentaran ligar con mis acompañantes infructuosamente, amaneció, que no era poco, y fuimos a tomar el desayuno de campaña en la recepción del motel.
Es habitual que en Estados Unidos la gente entable conversación con otros a quienes no conoce de nada, sobre todo si a uno le ven pinta de extranjero. En general, la gente es más amable por aquellos pagos que por estos –si bien lo cortés de las formas no quita lo caliente de las riñas con pistolas–. Un tipo que estaba recorriendo el país desde Pórtland, ataviado con un gorro playero muy adecuado al desierto, me pregunta solícito que de dónde éramos. “De Barcelona. España. Europa”, intento situar con tres palabras, por si la primera no es suficiente (omito el Cataluña para abreviar el rosario, porque presupongo que desconoce el topónimo y porque en el extranjero y en vacaciones no me apetece hacer pedagogía). El señor, a quien acompañan tres angelitos rubios, una mujer y un perro, y que lleva enganchado al coche enorme un remolque aún más enorme, como es bastante habitual por las carreteras norteamericanas, quiere adquirir más conocimientos sobre Europa, así que inquiere: “Debe haber un paseo muy bonito en Barcelona”. Aquí se acabó la conversación. No es que yo no entendiera la palabra promenade, sino que me quedé tan desconcertado por el comentario que no supe qué decir. Casi como si me hubiera preguntado si en Barcelona hay árboles o a qué huelen las nubes.
Y es que el concepto de paseo, si bien cada vez el nuestro converge más con el suyo, es harto diferente a una orilla y a otra del Atlántico. Allí se pasea por las zonas de compras, frecuentemente centros comerciales; aquí, en cambio, todavía las ciudades y los pueblos tienen zonas de paseo, plazas y otros espacios públicos de encuentro. Por eso es impensable que uno recomiende a un turista entre las diez principales atracciones de Barcelona el Maremágnum, porque una zona de compras no es zona de paseo. Contrariamente a lo que se hace aquí, días antes nos habían recomendado en San Francisco que fuéramos al Pier 39. El sitio en cuestión es una especie de Maremágnum, pero con el añadido, reconozco que pintoresco, de unos leones marinos de enormes proporciones. Claro que no va uno a pasear por Yerba Buena Gardens para cruzarse con decenas de mendigos o siquiera por Union Square (una especie de Plaza de Catalunya) para que un tipo con fideos en la barba le pida una moneda y le estropee la sensación de qué bello es vivir que embarga a todo turista que se precie.
En contraste con esta imagen decepcionada de San Francisco, este pasado domingo 4 de marzo, casi primaveral, Barcelona lucía como nunca. Se celebraba una maratón al par que una carrera de 10 kilómetros con final en Montjuïc. El MNAC estaba abarrotado de tardones como yo que no querían perderse la exposición del Metropolitan, en jornada de puertas abiertas, para contribuir a las aglomeraciones que nos son tan caras. Daba gusto, de espaldas al ocio de consumo, consumir el domingo ocioso en las plazas, los parques, los paseos. Este domingo democrático, casi glorioso, de primavera anticipada.
7 comentarios:
Gracias por traerme al curro, en un día gris,el privilegio de un fantástico paseo virtual por Barcelona, España ,Europa, cataluñas sur y norte en general(no estoy de vacaciones).
Después de un tibio paseo ,por las hechiceras Ramblas….me siento a tomar una madrugadora cervecita, leyendo tu artículo….me ha venido a la cabeza el chiste de Eugenio “mucho ruso en Rusia…muy buena la ensaladilla”….me he reído sola y fuerte, para que me oyera José Luís Coll desde el extranjero.(lleno de paseos espero).
pd)los alumnos te agradecen mi mejor humor.
jajaja, ya no recordaba el pueblo de fredonia y el camino sin fin y sin gasolina que nos llevó a él...vaya motel de pesadilla...vaya tapete de camping para jugar al buen poker que nosotros jugamos...vaya desayunos de motel...y sobre todo, reconozco que el pier de st francisco, era realmente el mejor sitio para pasear de esa ciudad, eran sus ramblas, su paseo de gracia y su maremagnum todo en uno.
Jejeje, ja sé que potser no ho hauria de dir aquí, però veure Barcelona i Catalunya identificat amb España em fa mal els ulls, ho sento. Clar que, potser, aquest tampoc és lloc per a la pedagogia, jejeje.
Seguramente yo habría estado participando en la carrera de 10 kilómetros, subiendo a Montjuïc -la maraton me coge todavía en baja forma- No he estado en la parte de América que comentas, pero me quedo con Barcelona.
¿Qué es una maratón popular? Un sepelio de cientos (quizá miles) de costaleros voluntarios para llevar un féretro.
Me explicaré.
Urgía cruzar dos grandes avenidas (por las que, casualmente, iba a pasar la maratón) para llegar a la farmacia de guardia más cercana -era domingo-. El domicilio, por tanto, quedaba sitiado en mitad de todo el fregado sin tener en cuenta casos de urgencia como éste. Problemas tuve para esquivar la seguridad (¿?) hasta alcanzar la tienda. Lo peor vino luego, cuando una marabunta desangelada con viejunos y mutilados se arrastraba con el bofe fuera como si fueran de romería a San Isidro. A un guardia urbano que estaba allí le pedí que me abriera camino, pues la medicación que había comprado era de suma importancia para la enferma que había en casa. Con un encogimiento de hombros zanjó toda responsabilidad, moral u oficial. Un ancianito muy cínico, al otro lado de la cadenita de un perro pequeño y cejijunto, se burló de la situación. "Me temo, joven, que va a tener que esperar a que pase toda esta gente". "Para entonces, espero que quien necesita esto no esté ya muerta", le contesté, e inmediatamente añadí, "Y usted, ¿de qué se ríe?, ¿qué es lo que le hace tanta gracia?". Antes de exigirle que corriera él con los gastos del futuro entierro, el tipo se escurrió entre el gentío que aplaudía a los inválidos de la maratón. También perdí de vista a su perro feo, por suerte. Insistí al guardia, apelando a sus funciones y al dinero del contribuyente; él repitió su afrenta de hombros. Alcancé a ver en la otra vera a un vecino, jaleando al personal; opté por tirarle por encima de la concurrencia "atlética" la medicación -rezando por acertar en la distancia, no fuera el caso de que me quedara corto- y le pedí que subiera personalmente a administrarla a la persona convaleciente... Luego, muy diligentemente, le di las gracias al guardia urbano por su colaboración. A lo que, por cierto, respondió con un encogimiento de hombros...
En casa vive una persona con problemas diabéticos. Es cuestión de segundos que una dosis de insulina haga su efecto.
Pero por suerte, ni la persona necesitada era la diabética, ni el medicamento más que un poderoso analgésico. Esperé impacientemente a que aminorara la marcha, colándome entre varios corredores. El guardia urbano mentó a mi madre y la llenó de mierda. Yo, sin embargo, me encogí de hombros y respiré aliviado cuando pude por fin montarme en el ascensor.
Pues ¿sabéis qué os digo? Que yo me cago en la maratón.
Iván Sánchez Moreno
Y menos mal que nos quedan esos paseos, aunque la cultural de las Mallrats se va apoderando lenta y subrepticiamente de los paseos familiares de sábado por la tarde. Intenta acercarte entonces a un centro comercial, a ver qué pasa. La semana pasada tuve la pésima idea de ir a ver "Paris, je t'aime" (deliciosa recolección de momentos, por cierto) a los multicines de La Salera, el nuevo, inmenso y flamante centro comercial de Castellón. Craso error. Llegar hasta la taquilla, fue hazaña heroica tras la lucha con familias enteras armadas de carritos de Alcampo, bolsas de C&A e infanzones excitados, hacer cola fue épico y picar unas tapillas casi humillante. Menos mal que la película merecía el sacrificio. Así que a paseo con los paseos de consumo, y que perduren los paseos de verdad.
Ondia, Iván, no sé qué decirte. Pero estoy seguro de que la culpa no la tiene la maratón. De todas formas, tu caso me parece lo suficientemente serio como para esa imprecación final y más. Lo siento, debiste pasarlo mal.
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