viernes, 27 de abril de 2007

Sobre Gina Pane: el martirologio del artista

Por Iván Sánchez Moreno

En un recital de piano titulado Transfer, Carles Santos escenificó en el bis final un suicidio artístico aporreando el teclado con su propia frente, hasta abrirse un tajo del que manaba la sangre a borbotones. Su intención no era meramente provocativa, sino una denuncia a lo bruto de la tiranía del público, que exigía con sus aplausos otra exhibición de sufrimiento en directo. No contentos con un simple show de una hora, el público olvidaba que sobre el escenario, bajo la máscara del artista, había también un ser humano, pero animados morbosamente por la posibilidad de exprimir hasta su última gota de sudor (y de sangre) y visiblemente excitados por el corte en la frente del músico, forzaron a Santos a repetir la escena no una vez, sino dos, y hasta tres veces más. Empapado por su propia sangre, Santos limpió con su camisa el chorreado teclado y bramó un “¡basta ya!” que dejó tibiamente helados a aquella pandilla de psicópatas que tal vez esperaban verle morir allí mismo como si hubieran acudido a un circo romano o a un concierto de los Rolling Stones.

El arte produce una vampírica fascinación en sus fieles. Los artistas de mayor renombre son los patológicamente más mitificados, y las obras más controvertidas aquellas que trascienden el tiempo. Pero eso fue hasta el siglo XX, siglo en que el ansia por provocar fue más importante que la del decir. Hubo salvedades, es cierto, pero tan contadas e inocuas que acabaron sumiéndose en el sueño eterno del olvido. Uno de los movimientos estéticos más polémicos y, paradójicamente, más fugaces del pasado siglo fue el body-art. Surgido de la rabia potencial que los males del mundo contagiaban allá por los años 60, pronto degeneró en una sarta monótona y cansina de pirados que se ahostiaban obsesivamente contra una pared ataviados sólo con un casco o se practicaban una vasectomía en directo con un oxidado abrelatas. En sus orígenes, sin embargo, cuando el body-art tenía una razón de ser, dio a conocer a artistas de la talla de Gina Pane, hoy injustamente relegada al ostracismo y la indiferencia.

Formada por la academia más tradicionalista, Pane consiguió su independencia rebelándose contra los tópicos estético-plásticos que le imponía el rancio mundillo del arte europeo, buscando nuevos modos de expresión y luchando contra una sociedad imperantemente machista que anteponía la fuerza a la sensibilidad. Tampoco el arte escapaba de esas tornas misóginas, ninguneando a las mujeres artistas o relegándolas al papel de musas y discípulas de los grandes maestros, o encumbrando las obras ejecutadas más “matéricas” que espirituales, más físicas que intelectuales, más robustas que emocionales, más violentas que sensibles. Contra ese arte de hombres y para ellos, Gina Pane ofrecía no ya un arte nuevo, sino su propia vida en el proceso.

Si el compositor trabaja con notas musicales, el pintor con el pigmento y la tela, y el escultor con la piedra y el cincel, la materia prima de Pane era su propia sangre. Su principal herramienta era una hoja de afeitar, con la que realizaba cortes profundos en su piel a modo de lienzo. Líneas de rojo carmesí surcaban su espalda y su cara y sus manos en un ritual con efecto purificador. En el dolor real de sus performances, la artista pretendía sacudir las conciencias de una sociedad aburguesadamente adormecida.

Tal sacrificio respondía en parte a una dimensión místico-religiosa con la que emulaba los martirios de algunos santos, como evidenciaban ciertas instalaciones en las que Pane se exhibía crucificada –igual que Madonna en sus últimos espectáculos, pero a diferencia de que la cantante resultaba ilesa después de la experiencia... salvo por las críticas del Vaticano por su irreverente (y gratuita) actitud.

El arte de Pane no era un simple ejercicio de narcisismo improvisado, sino medido hasta el mínimo detalle: lo normal era asistir a una primicia en la que el cuerpo de la artista ya se mostraba nada más empezar severamente castigado por los ensayos previos. En la obra de Pane nada estaba dejado al azar. Escalada no anestesiada, de 1971, era en sí una estudiada coreografía de gestos, posturas y gemidos de dolor durante la cual la artista se inflingía el sufrimiento subiendo con sumo esfuerzo una estructura metálica con salientes y puntas de acero que se iba clavando en la planta de los pies a medida que ascendía.

Más allá de donde otros artistas sólo llegaban por el impacto, Pane perduraba en la náusea y el vértigo posteriores. Recordar (o imaginar, incluso) su propio dolor afecta al espectador como si los cortes fueran nuestros. Su poder radica en lo que no quiere verse, más que en lo que se ve; en esa histérica sensación por lo que puede pasar y no pasa nunca; en el asco al miedo. En esa muerte que el espectador especta: espera ver, rechaza sufrir, pero desea en otros. El papel del artista debiera ser entonces el de cabeza de turco de los marrones sociales, el de mártir especular de los pecados del prójimo.Gina Pane murió en París en marzo de 1990. descanse en paz. Ojalá nosotros pudiéramos también.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Que maravilla!!!!,que masoquista viaje por tu relato y con cuanto dolor te lo dijo.Estando "convaleciente",de una intima cuchillada,mas putada que arte....me han tirado los puntos.
Me sumo a tus deseos con un pacifico achuchón y corro al internet a conocer mejor al cuerpo del dolor...

Anónimo dijo...

Por LLollobrigida no sale Gina(je)...esto es el necesario toque de humor,forma útil de expulsar dolor y más agradecida.

Unknown dijo...

Bienvenida de nuevo, Paula. Espero que tu aventura cuchillera de mandoble y bisturí haya ido como era de esperar. Un besazo.
En cuanto a Gina, gracias, Iván, por dar publicidad al personaje, y por este viajecito al dolor. Faltaba una nota al principio del texto del tipo "Atención, no intenten anda de esto en sus casas". Sietevoces no tiene seguro y ya se sabe...

R.P.M. dijo...

El artista como mártir especular es tal vez una idea que evidencia la demanda del público de espejos en todos los órdenes. Ahora, por ejemplo, no se crean verdaderos mitos cinematográficos, sólo estrellas fugaces que se sustituyen unas a otras con la misma celeridad con la que se vive, y a las que el público no da tiempo para consolidarse en mitos, tal vez porque lo único que pide de ellas es esa función especular, un fondo donde se vean a sí mismos sin ser ellos mismos. Ahora bien, provocar es siempre una función del arte, pero la vía de provocación la elige el artista y su efecto pasa al contemplador con distinta fuerza en cada perfomance.

Sorak dijo...

Me parece una artista que logró un propósito muy importante en la historia del arte, y es justamente re-accionar en contra del tan burdo "show" que llevaban sus contemporáneos accionistas de Viena. Creo que, aun sensible y frágil que se pueda percibir esta mujer, logró darle un giro a todo ese martirológico cuan obseno espectáculo reinaba en los años 60.
Sin embargo, aun está muy lejos de poder apartarse de aquel "germen" que invadió desde los accionistas, que fue principalmente el «psyche» depresivo para con el cuerpo. ¿No nos estaremos volviendo espectadores de un horror ajeno? Sinceramente, eso no nos hace contemporáneos sino post-modernos.
Pensar en esa "tragedia" es identificarse con teatros griegos, ya enterrados por la historia y que sin embargo ya no puede tener cabida en el arte: la historia del arte puede ser también una crítica a la historia del mismo arte.