Por Iván Sánchez Moreno
Glenn Gould abandonó los escenarios con poco más de 30 años y en pleno cenit de su carrera como pianista solista. La angustia, decía, le reconcomía por dentro porque consideraba inmoral tocar para un público que lo mismo aplaudiría una mediocre interpretación de un autor clásico como un recital de flatulencias de un desconocido sin talentos... aquella gente que llenaba el auditorio estaba allí reunida para alabar al músico como a un mesías. Si el culto al artista insensibiliza así el pensamiento crítico del oyente, mejor sería que el artista desapareciera. Esta opinión fue proclamada por Gould a lo largo de su vida deshaciéndose cada vez más en el anonimato que permite la tecnología: primero borrando su presencia de las grandes salas de conciertos, después ocultándose de los focos y las cámaras fotográficas, luego encerrándose en la soledad de un estudio de grabación, y finalmente silenciando su propia voz en programas de radio donde él sólo oficiaba de técnico de mezclas. No obstante, cualquiera de sus actos apelaba al individuo único, a su particular nivel de comprensión estética, a la voluntad funcional del propio acto; en arte, el espectador tiene la última palabra y el artista es poco menos que un mediador.
El colectivo literario Wu Ming aboga por la supresión del protagonismo de los autores escudándose tras un pseudónimo común –como pasó con Ofèlia Dracs, por ejemplo–. “Cuando entras en una librería se está vendiendo la imagen de un escritor y no lo esencial: el contenido”, advierte un portavoz del grupo. De hecho, sus reivindicaciones incluyen el libre uso de la cita textual total, o sea, la reproducción íntegra de una obra literaria destacando su autor pero con la (in)sana intención de que todo el mundo tenga derecho a la información sin tener que pagar un céntimo. ¿La moral ilustrada de nuevo al acecho –contra el temor conservador a la anarquía de no pagar royalties? Bah, no hay miedo; la sociedad de hoy apenas lee, el mal sería muy menor, y los resultados algo –pero poco– esperanzadores. Se abaratarían los costes de producción porque sólo se editarían libros por encargo y en una cantidad justa, sin excedentes, y, paradójicamente, el conocimiento tendría una mejor difusión al alcance de todos en lugar de avasallar el mercado con los últimos lanzamientos de obligado éxito. El lector buscaría lo que quiere, no lo que le echan.
Ese fetichismo objetual por llevarse al artista a casa también ha sido un inconveniente desilusionante para poner en práctica los principios de Gould. El catedrático de estética Gillo Dorfles equipara el consumismo artístico de hoy con el culto al mito de ayer, aunque en la actualidad ya no sirve para identificarse sino, lo que es peor, para significarse. En otro de esos contrasentidos a los que el género humano empieza a acostumbrarse con pasmosa velocidad, los nuevos medios tecnológicos que dominan la realidad van más allá y la recrean, la virtualizan: videojuegos, simuladores y discos no son reflejos de esa realidad sino representaciones falsas. Lo importante es ahora lo verosímil, no lo verdadero. Ocurre en cualquier salón-comedor de este país: un acontecimiento como el exterminio de 130000 civiles en una guerra se transforma en TV de tal forma que ni siquiera se aprecia cambio psicológico en el comensal que se traga la bola de carne. Como Gould al renunciar a millonarios contratos de concertista, el profesor Dorfles suplicar volver a la percepciones auténticas, a no dejarse corromper todavía por las falsificaciones. ¿Qué empuja al público de un recital de piano a arrancarse unos aplausos si la pieza ha sido escogida precisamente para aplacar las pasiones?: nada. Hay quien sostiene que es una muestra de respeto hacia el artista; probablemente éste eche de menos la sinceridad de la gente.
El gusto natural, sensible, por el arte comenzó a agonizar cuando la retorcida e inteligentísima mente de Marcel Duchamp empezó a fraguar soberbias gamberradas vanguardistas, como los inútiles objetos ready-made o su imagen de un báter titulado Fuente. Piero Manzoni pariría otra genial anti-obra de arte cagándose literalmente en 32 botes que vendió como lo que es, “Mierda de artista” –todo sea dicho, la Tate Gallery ha pagado 30000 euros por una de esas latas, certificada con su sello de autenticidad–. El último enfant terrible del contra-arte fue Warhol ensalzando lo más banal y falto de valor estético a la altura de pura obra de arte: el mero valor comercial. Así, iconos populares como Elvis, Marilyn o Mao se vendían no por quienes eran sino por lo que les habían hecho (series idénticas de litografías y pósters), las cajas de detergente Brillo recibían los máximos elogios en un museo de arte y no en el supermercado y hasta un billete de dólar multiplicaba su precio por mil sólo porque estaba firmado por Warhol y, por tanto, se convertía de repente en “un acto artístico”. Estos autores asumían intenciones tanto críticas como lucrativas. Sin embargo, la mayor parte de artistas conceptuales que pululan por ahí no admite que se diga de ellos que, como los Sex Pistols y tras muchos años atacando el sistema, “estén en esto por la pasta”. El artista se está aprovechando demasiado de su condición mesiánica y de la falta de una mirada activa en su público. La gente ha de ser valiente y acusar lo que no le gusta, el artista no va a juzgar a nadie y carece además de los poderes de un dios. Debe enseñarse a los asistentes a un evento cultural a despreciar aquello que crean mentira.
Vano empeño, sin embargo. No hay más que conectar la tele para que el sentido común se pegue un tiro. Seguro que ud., que lee esto, es también de los que mastica con la boca abierta y los ojos copulando con la pantalla. A veces siento yo ganas de hacer entonces como su sentido común...
2 comentarios:
El gusto se educa, así que me temo que, con el sistema educativo en coma profundo, lo tenemos claro.
Como dijo el gran Silvio, "¡paciencia, coño, paciencia!".
Un gran article, sí senyor. M
'hi he sentit retratat xD
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