Por Iván Sánchez Moreno
Coleccionar arte responde a una obsesión cuya finalidad última es saciar un ansia desbordante de posesión sin límites, igual que la del bibliófilo que amontona libros construyéndose la ilusión de vencer a la muerte con tanta lectura pendiente. El coleccionista de arte, sin embargo, entre en un feroz y feo juego competitivo para impedir que una pieza caiga en manos del adversario, a golpes de talón.
Coleccionar arte responde a una obsesión cuya finalidad última es saciar un ansia desbordante de posesión sin límites, igual que la del bibliófilo que amontona libros construyéndose la ilusión de vencer a la muerte con tanta lectura pendiente. El coleccionista de arte, sin embargo, entre en un feroz y feo juego competitivo para impedir que una pieza caiga en manos del adversario, a golpes de talón.
No son éstos expertos en arte, sino aficionados con un gusto más o menos definido según el patrón de su equipo de asesores, que en su mayor parte son gestores y administrativos de pelo engominado que regatean con anticuarios y galeristas en nombre de su amo y señor. Empresarios como Plácido Arango o Alicia Koplowitz son además –qué casualidad– miembros del patronato del Museo del Prado, del Metropolitan de Nueva York y de Christie´s.
El primero presume en su colección de obras de El Greco, Ribera, Murillo, Sorolla, Fortuny, Picasso, Saura, Dalí, Miró, Barceló, Zurbarán, Goya y Tàpies, y esculturas de Henry Moore y Louise Bourgeois. Como quizá se le quedó la casa pequeña, donó una parte al Museo de Bellas Artes de Oviedo para que asuman otros los gastos de su conservación. Le van a la zaga los hermanos March y las Koplowitz.
Sobre éstas, conocida es la fijación de Esther por Goya a raíz del frustrado robo de 17 cuadros de su domicilio madrileño hace seis años. De las dos hermanas, Alicia (la rubia) es la que custodia más joyas: un Picasso de 10 millones de euros, algunos Egon Schiele, unos cuantos Klimt, Rothko, Giacometti, Louise Bourgeois, una mole de Richard Serra tirada en el jardín y, por supuesto, también Goya.
Otro coleccionista de postín (y de pastón) es Juan Abelló, quien invirtió un pellizco de sus finanzas en un museo particular repartido en cinco casas de su propiedad. Abelló repite con Miró, Barceló y Tàpies, así como un Bacon de 25 millones de euros y un Degas de sólo 10 que cuelga en el palacete que es hoy sede de su compañía inversora.
Helga de Alvear es dueña de un total de 2000 piezas aproximadamente, de entre las que destacan unos cuantos Picasso, Kandinsky y Max Ernst, así como varias instalaciones de gran formato que vaya ud. a saber dónde las mete. Helga admite con resignación: “Yo no tengo segunda residencia, ni yate, ni un gran coche. Compro obras de arte, es cuestión de elegir”. Pero esta humildad no es la de una señora que se ha deslomado la espalda fregando escaleras; se da la coincidencia de que es galerista. Puestos a elegir, hay quien prefiere una vivienda digna que un Botticelli bajo el puente. La pobre Pilar Citoler, en cambio, sólo cuenta con 600 obras, que se pudren cubiertas de polvo en un almacén. Ambas preparan una fundación a su nombre que vele por sus colecciones personales, tal y como hiciera Mario Rotllant en Barcelona al crear Fotocolectania.
No es un mero capricho que las mayores colecciones de arte privado estén en Norteamérica. Allí hay más proporción de multimillonarios por metro cuadrado que aquí, amén de propinar generosas desgravaciones tributarias por cada compra de arte. en España, sin embargo, se pagan hasta derechos de importación, y el IVA se cobra un 16% de cada obra declarada. Afín a la historia de la picaresca nacional, el sablazo fiscal ha generado asimismo una gravísima tradición de venta en negro, sin facturas entremedias, lo que ha ocasionado que en más de una ocasión no se puedan acometer rigurosos catálogos razonados de algunos artistas –como es el caso de José Guerrero– porque sabe quién tiene qué cuadro ni dónde. Actualmente, para evadir impuestos, la solución más usual es montar fundaciones filantrópicas. Con la excusa de hacer cultura, el propietario de su propia colección de arte se ahorra una pasta en Hacienda y encima tiene más fácil acceso a subastas y adquisiciones de nuevas obras.
El auge de ferias de arte en España hace suponer que la afición por el arte crece paralelamente al enriquecimiento de las cuentas bancarias, gracias al imparable –y execrable– tocomocho inmobiliario que está azotando el país. Y para muestra no un botón, sino dos: Joaquín Rivero y Josep Suñol no sólo son dos importantes coleccionistas de arte, sino también directores de las inmobiliarias Metrovacesa y Habitat, respectivamente.
Las más prestigiosas casas de subastas no son indiferentes a esta tentadora renta per cápita empresarial, y han hallado en España un filón a explotar: sólo el año pasado, Christie´s ganó más de 15 millones de euros de una sola vez. La gente con pudientes se deja una pasta gansa en una firma de relativo renombre, aunque la nueva más un imperativo narcisista que un verdadero éxtasis estético. Claro que cuando su nombre y apellidos aparecen entre los donantes de las obras exhibidas en un museo, se colman de un orgullo pajillero. Hablan entonces de generosidad y de amor al prójimo, permitiéndole compartir con ellos el placer de ver un cuadro privado –seguramente no dirían lo mismo si ese mismo prójimo, ante tamaño acto de entrega, se colgara el lienzo en su propio salón, reservándolo sólo para sus ojos–.
Sin embargo, callan como un muerto que, en caso de que una institución exija una pieza de su propiedad para una exposición temporal, estén obligados a cederla. José Luis Vélez, por ejemplo, vendió –perdón, cedió– al Estado toda su colección de piezas de cerámica griega. Pero, eso sí, se quedó con un Velázquez por si las moscas y las vacas flacas.
Los coleccionistas, para variar, van por ahí muy prendados de sí mismos. Algunos tienen el bendito morro de ufanarse por contribuir con sus compras a que mucha pintura española no salga del país, asumiendo que buena parte del arte nacional fue a parar ilegalmente a manos extranjeras o se confiscó como botín de guerra y fianza al invasor de turno. Vale, el arte está a buen recaudo... en una caja de caudales ajena. Parapetarse en que los fondos del citado Museo del Prado, el Picasso de Barcelona o la Thyssen-Bornemizsa fueron fruto del coleccionismo es como dar pan duro a un pedigüeño hambriento y sin dientes: ¿encima se va a quejar ante tal desprendido humanismo?
Menos mal que hay gente que compra obras. Si el arte fuera gratis, carecería de valor.
1 comentario:
Todo en general y el arte en particular, adquieren valores de cotización cuando se hacen exclusivos. Las piezas únicas valen porque son exclusivas. Y si además sólo las puede contemplar uno mismo, ahí tenemos el factor exclusividad elevado a un buen exponente. Creo que todo es una cuestión de mercadotecnia , cuestión a la que nunca han sido ajenas las obras de arte.
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