miércoles, 30 de mayo de 2007

Ricitos de Oro. La historia verdadera (I)

Por el Osito Fimosín

Papá Oso se miró las manos y profirió un grito desgarrador:


- ¡Dios mío! ¿Qué he hecho?

Mamá Oso y el Osito llegaron hasta el comedor y vieron el cadáver de Ricitos de Oro estirado sobre la moqueta ensangrentada. Miraron a Papá Oso sin mostrar ningún signo de reproche y, con la frialdad de quien ha visto con provecho muchas películas de Tarantino, Mamá Oso dijo con determinación:

- Hay que deshacerse del fiambre.

Todo había empezado unas horas antes. Ricitos de Oro, una niña de unos dieciocho años de edad, rasgos caucásicos, cabello rubio, 1’65 metros de estatura, según datos del forense, había hecho novillos en el colegio para poderse fumar tranquilamente unos petas, sin que le rayaran sus viejos ni los profes. Estaba repitiendo cuarto de ESO y la verdad es que ya estaba bastante asqueada del colegio, pero prefería ir a incordiar a los profesores que trabajar de cajera en un súper. Eso sí: las tardes eran soporíferas. Si a la modorra estival uno le sumaba el plastazo del de castellano, hacer campana era casi obligatorio para cualquier persona razonable. Así que, en vez de entrar al colegio, la nínfula se fue a dar una vuelta por los contornos. Salió del núcleo urbano y, como los hombres son de Marte y las mujeres de Venus o viceversa (es decir, que ellas no se aclaran mucho con los mapas), al cabo no sabía dónde estaba. Así que se acercó a una casa que avistó entre unos campos de trigo para que le indicaran cómo demonios se volvía a la ciudad.

La casa era de madera y estaba pintada de blanco. Una hamaca vacía, encarada hacia los campos de cultivo, se balanceaba cerca de la puerta. Sin titubear, Ricitos subió la corta escalera que daba al porche. En el tercer escalón de madera apagó el cigarrillo. Como no había timbre, golpeó reciamente la puerta con los nudillos. Al no obtener respuesta, optó por entrar.

Una vez dentro, gritó:

- ¡Eh! ¿Hay alguien en casa? Me he perdido y querría que me indicasen el camino de vuelta a la escuela.

Nadie respondió. Cruzó el comedor, decorado con preciosos abanicos del mundo y pinturas de ciervos, y se plantó en la cocina. Sobre la mesa de formica naranja había tres platos de distintos tamaños. A cada plato correspondían un vaso, un cuchillo y un tenedor, todos ellos también de diferentes dimensiones. Se acercó al más pequeño de ellos. Eran berenjenas con tomate. Por lo que pudo apreciar, se habían cortado a rodajas y superpuesto en capas sucesivas, se habían recubierto de queso rallado y, a juzgar por el olor, la receta contenía vino blanco y caldo. Aquel día Ricitos no había comido. De hecho, su madre pensaba que se había quedado en el colegio al medio día, como de costumbre, pero en días alternos Ricitos prefería tener el estómago vacío y comprarse su paquete de tabaco y sus cervezas para la tarde. Ahora, al ver aquellos platos, se le despertó el apetito. Sin embargo, como la chica era un poco puñetera, no quiso probar las berenjenas con tomate y se acercó al segundo plato.

En el segundo plato, más grande que el anterior, había pollo con gambas. A juzgar por el olor, apreció que a la gente de aquella casa le gustaba cocinar todo con bebidas espirituosas, porque la salsa desprendía un tufo a coñac considerable. Aparte de eso, había que reconocer que la cebolla había quedado melosa y que las gambas eran de primera calidad. Sin embargo, ¡ay!, Ricitos de Oro era alérgica al marisco. Así que, apartando de su vista el apetitoso yantar, dio un paso hacia el tercero de los platos.

Este último, tan grande que parecía casi una fuente, estaba atravesado por jugosas tiras de churrasco. Aparte de las especias, entre las que creía distinguir perejil, pimienta blanca y laurel, se veían trozos de cebolla y zanahoria. El inevitable olor del vino blanco llegaba también a sus narices y, sin encomendarse a dios ni al diablo, Ricitos de Oro se sentó a la mesa y se trajinó el plato de carne en menos que canta un gallo .

Después de dar por terminada la comida, se echó al pecho otro cigarrillo que le supo a gloria y le entraron unas ganas locas de descabezar un sueño. Y como siempre estaba a merced del vaivén caprichoso de las pasiones más elementales, decidió echar una siesta allí mismo. Volvió al comedor y vio unas escaleras que subían al piso superior. Se fue desprendiendo de la ropa y la fue lanzando al suelo desordenadamente mientras estiraba los brazos en un gesto inequívoco de que estaba a punto de dormirse, entró en una habitación de matrimonio y cayó rendida sobre la colcha.

Papá Oso, después de hacer unos recados en la ciudad, cogió su furgoneta y se dirigió de vuelta a casa. Iba contento, porque sabía que su mujer ese día le había cocinado churrasco, su plato favorito. Aunque sabía que en los cuentos políticamente correctos una mujer como la suya nunca se hubiera dedicado a tareas domésticas, sino al desempeño de una profesión liberal, en nuestro relato Mamá Oso cumplía con resignación con menesteres tradicionalmente asignados a la mujer: cuando los niños salían de la escuela, ella entraba en acción. Antes de salir de casa, eso sí, tenía que dejar preparada la comida del paterfamilias y la cena para tres (él, ella y del Osito que tenían en común). Mamá Oso simpatizaba en silencio con el movimiento de liberación de las osas, pero chocaba frontalmente con el machismo de su marido. A veces se preguntaba qué hubiera sido de su vida si en vez de casarse con Papá Oso hubiera hecho caso de los requerimientos del Oso Yogui.

Al llegar a casa, el susodicho bicho Papá Oso notó algo raro. Para empezar, había una colilla en la escalera. Y aunque la suya era una familia desestructurada, en la que el alcohol en dosis abundantes formaba parte de la dieta diaria, aunque a veces se le había ido la mano con su mujer y aunque su retoño sólo aprobaba la gimnasia, en su casa nadie fumaba, que hasta ahí podíamos llegar. Así que, según entró, cogió el rifle que había erguido tras la puerta y, apuntando sucesivamente a derecha e izquierda, avanzó hacia la cocina a través del comedor. Allí, oh calamidad, vio el crimen que se había perpetrado: alguien había comido su churrasco. Ardía en ira y deseos de venganza, a duras penas aguantaba en el pecho un grito de desesperación que hubiera conmovido los cimientos del universo mundo. Si logró finalmente refrenarse, fue porque pensó que quizá el malhechor estuviera aún dentro de la casa, de manera que podría descerrajarle un tiro y desquitarse.

[La semana que viene, la traca final.]

3 comentarios:

Unknown dijo...

Te sumas con gracia y salero a la malvada tradición de los Versos Perversos de Roald Dhal. Pinta bien. Ansío leer el final.

Anónimo dijo...

¡Que bien escribes!,con que envidiable facilidad creas imágenes, trasgredes con humor y eso, que te has metido en un buen berenjenal, para salir churrascado.
De todas formas, lo de la edad capicúa (moltes felicitats) algún sentidito tiene….nos dejas un calvario(je)
Hasta la semana que viene, rizando el rizo.

R.P.M. dijo...

Esta Ricitos de Oro no tiene desperdicio. Por un lado nos dejas con la miel en los labios, pero por otro ya nos sabemos el final porque el cadáver ya está ahí. Atención entonces a los medios. Buena faena.