Por Iván Sánchez Moreno
Uno de los tabús más atávicos del arte clásico, y que luego reciclaría a su manera la iconografía cristiana, es el tratamiento de la infancia. La representación de niños en la cultura occidental suprimía toda tentativa de trasgresión. Personajes como los pícaros velazqueños o las gitanillas de Murillo inspiraban el mismo candor que los cupiditos o las escenas costumbristas protagonizadas por un travieso San Juanete Bautista y su rollizo colega Chus, obrando milagros con pájaros de madera.
La triste realidad –el maltrato paterno, el abuso de menores, la trata de blancas con jóvenes impúberes, el esclavismo infantil, la alta mortalidad de bebés y recién nacidos– quedaba así velada por una cortinilla simpática y graciosa, que impedía al adulto culto reflexionar sobre la problemática social que incidía sobre todo en los más pequeños. Los hijos, por entonces, no eran más que un repuesto de mano de obra, y sólo en la madurez podían ganarse el respeto a fuerza de esfuerzo y tesón. El cariño era cosa de las madres hasta que llegara el destete. Luego quedaba sólo la ley de la supervivencia de Darwin como la única que amparaba a los chiquillos, capeando reyertas en la calle, enfermedades y plagas, hambrunas y pirateo, vendettas familiares y el deporte histórico de moda en Europa: la conquista del país vecino a tajo de sable o a tiro de arcabuz.
El rollo ese del niño santo cambió de repente a partir del siglo XVIII. Cansados de esos retratos de aristocratitos y aprendices de burgués con su pelucón y sus disfraces de noble caballerete, los pintores más concienciados con su verdadera realidad comenzaron a trufar sus lienzos con monstruos infanticidas, masacres al gusto del rey Herodes y cuerpecitos de apenas cinco años de edad con rostros ya demacrados por la perra vida. Rubens, con “La matanza de los inocentes”, y Goya y su terrible “Saturno devorando a sus hijos” rompieron ese silencio implícito de una forma descarnada. El shock aún dura cuando uno se confronta con ambos cuadros en el Museo del Prado.
Han sido muchas desde entonces las propuestas artísticas que denuncian esa hipocresía callada del ciudadano bienpensante y acomodado, que prefiere mirar para otro lado antes que enfrentarse al dolor y la muerte de los niños. Christian Boltanski, por ejemplo, recogió en “Les habits de François C” (1972) una serie de cajas que contenían ropitas y peluches de bebé, ordenados e individualizados como en un registro de memoria. La presencia de estos objetos evoca la ausencia del sujeto que los pobló alguna vez. Similar efecto producen las prendas de muñeca que Annette Messager apiló en “Histoire des petites effigies” (1990) en el MoMA. Pero quizá la más cruel de las instalaciones de esta índole sea la titulada “Craft morphology flow chart”, realizada por Mike Kelley en 1991 para el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago. Kelley alineó los juguetes de un niño pequeño en diversas mesas de estudio, rodeando la sala con fotos en blanco y negro de esos mismos objetos con notas de las medidas y propiedades, como si su representación respondiera a un frío análisis antropológico... o arqueológico, exponiendo los objetos hallados a modo de tótem y relicarios. Resulta angustiosa la sensación de abandono y desamparo de esos juguetes, arrancados de la identidad y la emoción de su antiguo propietario. La obra de Kelley es, con respecto a la infancia, tan siniestra como la que presentó Maurizio Cattelan en la Bienal de Sevilla del año 2004. Su propuesta consistía en colgar de un mástil a un niño de plástico, tal y como hiciera en una muestra anterior de Milán pendiendo de un árbol varias de estas figuras.
Los mismos telediarios y medios de prensa escrita que sentenciaron a Cattelan por su brutalidad inédita hasta la fecha, los mismos periodistas que obligaron a los responsables de la Bienal a desmontar la polémica pieza, los mismos que decían actuar en pro de la decencia moral y el sentido común, eran los mismos que sin embargo ofrecen día a día imágenes de críos mermados por las minas, niños soldados con el seso sorbido por ideologías que mezclan la santidad con la muerte, culos de vírgenes vendidos por internet, bebés tirados en un contenedor de basuras y chavales estupidizados por la cultura de consumo y las drogas de(l) diseño.
Pero es mejor culpabilizar al artista por reflejar un mundo feo que arreglarlo con dinero público, por ejemplo. Según critica Carmen Bernández Sanchís en su excelente artículo “Artefactos siniestros. Memorias de infancia y violencia en el arte de finales del siglo XIX”, esta censura encubre por un lado el problema y por otro desvía la atención sobre cabezas de turco que se limitan a exponer lo que ningún emisario se atreve a decir por miedo a que le corten la lengua. Creyendo que las acciones violentas cometidas sobre los hijos se van a resolver retirando la imagen que a ello hace referencia, los causantes reales de ese mal esconden así la mano mientras señalan con un palo a los artistas que en vez de pintar cosas bonitas se dedican a denunciar lo más asqueroso del género humano. Si el arte sólo sirve para tapar los agujeros del mundo, resultaría una de las mentiras más deleznables de cuantas la inteligencia (¿?) del hombre ha creado.
Uno de los tabús más atávicos del arte clásico, y que luego reciclaría a su manera la iconografía cristiana, es el tratamiento de la infancia. La representación de niños en la cultura occidental suprimía toda tentativa de trasgresión. Personajes como los pícaros velazqueños o las gitanillas de Murillo inspiraban el mismo candor que los cupiditos o las escenas costumbristas protagonizadas por un travieso San Juanete Bautista y su rollizo colega Chus, obrando milagros con pájaros de madera.
La triste realidad –el maltrato paterno, el abuso de menores, la trata de blancas con jóvenes impúberes, el esclavismo infantil, la alta mortalidad de bebés y recién nacidos– quedaba así velada por una cortinilla simpática y graciosa, que impedía al adulto culto reflexionar sobre la problemática social que incidía sobre todo en los más pequeños. Los hijos, por entonces, no eran más que un repuesto de mano de obra, y sólo en la madurez podían ganarse el respeto a fuerza de esfuerzo y tesón. El cariño era cosa de las madres hasta que llegara el destete. Luego quedaba sólo la ley de la supervivencia de Darwin como la única que amparaba a los chiquillos, capeando reyertas en la calle, enfermedades y plagas, hambrunas y pirateo, vendettas familiares y el deporte histórico de moda en Europa: la conquista del país vecino a tajo de sable o a tiro de arcabuz.
El rollo ese del niño santo cambió de repente a partir del siglo XVIII. Cansados de esos retratos de aristocratitos y aprendices de burgués con su pelucón y sus disfraces de noble caballerete, los pintores más concienciados con su verdadera realidad comenzaron a trufar sus lienzos con monstruos infanticidas, masacres al gusto del rey Herodes y cuerpecitos de apenas cinco años de edad con rostros ya demacrados por la perra vida. Rubens, con “La matanza de los inocentes”, y Goya y su terrible “Saturno devorando a sus hijos” rompieron ese silencio implícito de una forma descarnada. El shock aún dura cuando uno se confronta con ambos cuadros en el Museo del Prado.
Han sido muchas desde entonces las propuestas artísticas que denuncian esa hipocresía callada del ciudadano bienpensante y acomodado, que prefiere mirar para otro lado antes que enfrentarse al dolor y la muerte de los niños. Christian Boltanski, por ejemplo, recogió en “Les habits de François C” (1972) una serie de cajas que contenían ropitas y peluches de bebé, ordenados e individualizados como en un registro de memoria. La presencia de estos objetos evoca la ausencia del sujeto que los pobló alguna vez. Similar efecto producen las prendas de muñeca que Annette Messager apiló en “Histoire des petites effigies” (1990) en el MoMA. Pero quizá la más cruel de las instalaciones de esta índole sea la titulada “Craft morphology flow chart”, realizada por Mike Kelley en 1991 para el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago. Kelley alineó los juguetes de un niño pequeño en diversas mesas de estudio, rodeando la sala con fotos en blanco y negro de esos mismos objetos con notas de las medidas y propiedades, como si su representación respondiera a un frío análisis antropológico... o arqueológico, exponiendo los objetos hallados a modo de tótem y relicarios. Resulta angustiosa la sensación de abandono y desamparo de esos juguetes, arrancados de la identidad y la emoción de su antiguo propietario. La obra de Kelley es, con respecto a la infancia, tan siniestra como la que presentó Maurizio Cattelan en la Bienal de Sevilla del año 2004. Su propuesta consistía en colgar de un mástil a un niño de plástico, tal y como hiciera en una muestra anterior de Milán pendiendo de un árbol varias de estas figuras.
Los mismos telediarios y medios de prensa escrita que sentenciaron a Cattelan por su brutalidad inédita hasta la fecha, los mismos periodistas que obligaron a los responsables de la Bienal a desmontar la polémica pieza, los mismos que decían actuar en pro de la decencia moral y el sentido común, eran los mismos que sin embargo ofrecen día a día imágenes de críos mermados por las minas, niños soldados con el seso sorbido por ideologías que mezclan la santidad con la muerte, culos de vírgenes vendidos por internet, bebés tirados en un contenedor de basuras y chavales estupidizados por la cultura de consumo y las drogas de(l) diseño.
Pero es mejor culpabilizar al artista por reflejar un mundo feo que arreglarlo con dinero público, por ejemplo. Según critica Carmen Bernández Sanchís en su excelente artículo “Artefactos siniestros. Memorias de infancia y violencia en el arte de finales del siglo XIX”, esta censura encubre por un lado el problema y por otro desvía la atención sobre cabezas de turco que se limitan a exponer lo que ningún emisario se atreve a decir por miedo a que le corten la lengua. Creyendo que las acciones violentas cometidas sobre los hijos se van a resolver retirando la imagen que a ello hace referencia, los causantes reales de ese mal esconden así la mano mientras señalan con un palo a los artistas que en vez de pintar cosas bonitas se dedican a denunciar lo más asqueroso del género humano. Si el arte sólo sirve para tapar los agujeros del mundo, resultaría una de las mentiras más deleznables de cuantas la inteligencia (¿?) del hombre ha creado.
3 comentarios:
El arte y la literatura siempre han tenido una función de denuncia y estoy de acuerdo en que la ejerzan, por más que tampoco hay que desdeñar todas las otras funciones.
Si l'art és una percepció i emoció és normal que sigui fàcilment un canal de denúncia...
Benvingut, Ivan!
A mi em sembla que l'art és una extensió de la vida, i denunciar forma part de les accions dels que estan vius.
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