martes, 25 de marzo de 2008

REFORMAS

Por Carlos Rull



Fueron algunos desconchones y dos o tres pequeñas, casi invisibles, grietas en la capa de pintura amarilla que adornaba aquel tabique lo que le hizo decidirse. El resto del piso presentaba un buen aspecto: se podía entrar a vivir sin hacer más que un limpieza a fondo. Y él estaba ansioso por empezar su nueva vida, así que estuvo muy a punto de dejar aquella habitación como estaba e instalarse sin más dilación. Pero aquella pared amarilla de lo que iba a ser su despacho - o estudio o biblioteca – le sacaba de quicio: no eran las grietas o los desconchados, que le sirvieron más bien de excusa, sino aquel tono dorado brillante, aquella sensación húmeda y pegajosa, pero a la vez fría y e inquietante de encontrarse en el interior de un mango podrido o un cuerpo enfermo.

Decidió ponerse manos a la obra antes de empezar a entrar muebles y cajas. Compró una rasqueta, masilla y lija, un rodillo, pinceles, un cubo, un bote grande de pintura blanca y otro de un blanco gris-azulado muy pastel. Enfundado en el chándal más viejo que encontró en su armario, empapeló el suelo, el zócalo, la pared y la ventana y dio inicio a su particular aventura decorativa. Unas horas después, no obstante, una sensación inquietante se apoderó de él, porque en la última de las paredes de la habitación, la que la separaba del dormitorio, debajo de aquella enfermiza capa amarilla empezaban a asomar otras pinturas más antiguas, más viejas, como restos asentados de vidas anteriores que, ocultas a la vista, hubiesen hecho de aquella pared un trozo incólume e inmutable de pasado. Rascó con más energía, saltaban trozos de yeso y pintura de colores indefinidos, mezclas de azules, rojos, blancos de tonalidades variadas, y tras cada pedazo de pintura que lograba arrancar aparecía otro color más antiguo, más aferrado, afianzado en el alma misma de la casa.

Tras un par de horas de rascar a punto estuvo de darse por vencido y llamar a un profesional para que se ocupara de aquel horror, pero, empujado por un pueril orgullo, tomó aquella tarea como un reto personal, como una lucha por hacerse definitivamente suyo el piso y purificar la casa de la presencia de las otras personas que allí habitaron. Sin pensarlo demasiado, decidió arrostrar la imposible limpieza de aquella pared y rascó y rascó y rascó sin descanso.

Pasaron las horas y pasaron los días y él rascaba y rascaba. Rompió la rasqueta y compró otra más grande y siguió restregando, y limando, y lijando y escarbando y frotando. Pero la pintura seguía allí, resistiendo los embates cada vez más furiosos del ya obsesionado aspirante a pintor. Pasó una semana rascando y finalmente se percató de la imposibilidad de llevar a cabo aquella tarea sin tomar otro tipo de medidas: ofuscado ante la resistencia de aquellos trozos de ayer, se abalanzó sobre la caja de herramientas, blandió el martillo grande y la emprendió a golpes con la pared. En su obnubilado empecinamiento no cabía cautela ni lógica alguna. Hacía las últimas horas de la tarde ya no había más resto del tabique ni de las pinturas que el montón de escombros que ocultaba en suelo. En su mirada refulgía un brillo histérico, un fulgor perturbado de victoria avasalladora, de destrucción descabellada, de vacío banal.

Tardó una semana en enyesar y pintar la nueva habitación doble. El blanco gris-azulado pastel le tranquilizó. Dos días más tarde, en una de las esquinas de la antigua habitación amarilla, la pintura gris-azul se bufó y formó una enorme ampolla bajo la cual se adivinaba el mortecino dorado de los días que se negaban a irse.

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