Por Carlos Rull
Deja las bolsas de la ropa que ha comprado en la consigna y se dirige a la fila de carritos, todos ellos unidos por brillantes cadenas en hilera perfecta, brillante en su rectitud geométrica. Introduce en la ranura la moneda de 50 céntimos que previamente ha extraído de su monedero y tira del anterior. Procura no hacerlo de manera escandalosa, le molesta que la reja final del carrito anterior caiga estrepitosamente al retirar el suyo, así que prefiere moverlo con cuidado, lentamente. A continuación, empuña el mango verde con el que conducirá su vehículo rodante de adquisición de productos alimenticios y se dirige a la línea de cajas, una sucesión idealmente rectilínea de mostradores, pantallas, estanterías con pilas y chicles, y señoritas sentadas en incómodos taburetes.
Cruza la línea por la única abertura entre las cajas, y se introduce en la gran superficie por el primer pasillo, en el que hábilmente están dispuestos todos aquellos productos que uno no pretende comprar cuando se dirige a este tipo de lugares: libros superventas, televisiones, herramientas, cámaras de fotos, productos de jardín, cedés, deuvedés, electrodomésticos,... Está tranquilo – porque el protagonista de este relato es un señor, ¿qué os habíais pensado, machistas? -, y lo está porque sabe que lleva en el bolsillo la lista de la compra, confeccionada con detenimiento, de manera cuidadosa y bien meditada, en la mesa de la cocina, con la ayuda inestimable de su pareja. Está tranquilo porque con la lista en la mano todo está bajo control, una lista da seguridad, una lista es una fortaleza inexpugnable. Introduce la mano en el bolsillo derecho del pantalón en busca del papel alargado en el que está escrita la lista, palpa, busca, y no lo encuentra.
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En su cara se dibuja una expresión de angustia, cercana al horror, rayando el pánico. Su mano se dirige rauda hacia el bolsillo trasero, donde lleva la cartera, la extrae, la otra mano deja suelto el carrito, y busca afanosamente en el interior de la cartera: billete de lotería, billetes de veinte y cincuenta euros, tarjetas de crédito, más tarjeta, más tarjetas, del videoclub, del gimnasio, del hipermercado, de la mutua, de la oficina, del coche, de la gasolinera, de El Corte Inglés, de la biblioteca,... La lista no está. Su respiración se acelera. Su corazón empieza a bombear más rápido, más fuerte. Siente calor. Siente frío. Sudoraciones, Palpitaciones. Busca en el otro bolsillo del pantalón: las llaves de casa. En otro: el monedero. En la americana: móvil, pañuelo, tarjetas de visita, llaves de la oficina, llaves del coche. Bolsillo de la camisa: la PDA, y... suspira aliviado, ahí está el ansiado papel, el pasaporte a una compra tranquila y controlada. Lo extrae con devota lentitud, con extremo cuidado y contempla, con la mirada desorbitada, que no es su lista: es el papel donde apuntó apresuradamente el teléfono de un posible cliente. Lo arruga con furia antes de lanzarlo enérgicamente al suelo. A punto de llorar, recuerda que, al vestirse en el gimnasio tras su partido de paddle, tuvo que remeter el forro de uno de los bolsillos del pantalón, que se había salido. La lista debió caer al suelo entonces, en el vestuario. Y entonces comprende y acepta la insoportable verdad: la ha perdido.
Ya no oye la versión edulcorada de la canción de Nana Mouskouri que suena por el hilo musical, ya no se fija en las parejas que pasan a su lado empujando carritos idénticos al suyo, sólo es capaz de contemplar con los ojos muy abiertos los interminables, rectilíneos, brillantes pasillos que se extienden infinitos a su alrededor en todas direcciones, pasillos llenos de productos absolutamente necesarios que se le ofrecen seductoramente, estanterías abarrotadas de brillantes cositas que le hacen falta en casa, filas interminables y simétricamente dispuestas de botes, potes, tarros, cajas, bolsas, bolsitas, paquetes, botellas, latas, envases, todos fulgurantes, todos impolutos, todos perfectos. Y él no tiene la lista. No hay lista. Es el vacío. El terror.
Dos horas más tarde, empujando con esfuerzo dos carritos a la vez, tratando de alargar el cuello para ver por encima de la montaña de cosas que lleva cada carrito, se dirige hacia el aparcamiento rogando que todo eso quepa en su maletero. En la consigna, olvidadas, quedan varias bolsas de ropa y un papel alargado.
5 comentarios:
jajaja, bueno no se si es lícito que ría.. pobre hombre..qué despiste..Y qué pijito..paddle, pda.. :)
El otro día fui a comprar y también llevaba yo una lista y la verdad es que marea ver tanto producto.
Relato cotidiano hiperrealista. Dios mío, qué angustia. Menos mal que no has relatado lo bien que se pasa metiendo cada cosa en su bolsita a toda leche cuando pasas por caja, me habría arrepentido de tomar café. Bueno, si señor.
Gracias, compis. El terror ante lo cotidiano suele ser peor que esas sitaciones supuestamente angustiosas de la ficción hollywoodiense. ¿Quién va a tener miedo de zombies o vampiros después de haber pasado la tarde aterrorizado montando estanterías de Ikea o acongojado ante las estanterías de un hiper? Eso sí que es terrorírifico: lo machadiano consuetudianario. Un abrazo y gracias.
Ja, ja, és el Sabeco!
A mí m'ha passat ignorar la llista de la mà davant de tants productes enlluernadors i innecessaris, així que ara ja no en faig. I també evito els hipers perquè em marejo amb tanta gent, tanta calor a l'hivern i fred a l'estiu i acabo comprant productes que no sé ni per què serveixen. Crec que és la seva tàctica, a part d'amagar els productes que estàs buscant...
Indiscutiblemente compa ,lo tuyo son las listas je,je. Me has dado una buena lección, yo suelo ser la escritora creativa y mi marido el brazo que mece el carro je,je. Prometo no volver a revisar sus trasgresiones y celebrarlas con un …!Que falta nos hacia! ,al fin y al cabo viene de guerrear con la rutina.
Un abrazo.Paula
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