Por Carles Rull
Escribo esto antes de partir. Esta noche me marcharé para nunca volver. Tal vez consiga llegar hasta mi destino, un lugar al que en el pasado llamaron Francia, y donde, al parecer, los caracoles somos bien recibidos. Abandono esta ciudad olvidada de los dioses por la que jabalís y caballos campan a sus anchas. Barcelona la llamaron en tiempos ya olvidados. Decían los ancianos que en su centro se alzaban cinco torres mágicas cuyo resplandor guiaba a los viajeros y orientaba incluso a las estrellas. Según me contaron las torres cayeron en el gran túnel en el principio de todo, y se interpretó como un terrible presagio. Qué acertados. En el principio de todo. Nadie recuerda ya cuando ocurrió. Salvo yo. Soy el último que conserva la memoria de las voces ancianas. Soy el último de los escribas, el último amanuense, el último que conserva el arte de transformar la voz en papel y de descifrar los símbolos. Sé que nadie podrá leerme, sé que nadie recordará lo que ocurrió en el principio. Pero quiero contarlo. Necesito contarlo.
Cuentan que todo empezó con las siluetas. En el principio fue una broma inocente: colocar en la parte trasera de los vehículos pegatinas con siluetas de animales. Pronto, sin embargo, la silueta identificó al conductor como miembro de un grupo determinado y se formaron bandas cada vez más agresivas. Dicen que en el principio sólo estaban los burros y los toros, y que luego surgieron los gatos, los jabalíes, los caracoles y otros muchos. La costumbre se extendió por todo el continente y cada conductor colocaba en su máquina pegatinas cada vez más grandes y vistosas, o marcaba sus ropas y su casa con siluetas de su animal. Pronto llegaron las primeras agresiones.
En un principio fueron roces inocentes al aparcar, rayadas en la carrocería, pegatinas arrancadas, pintadas en las lunas. Luego fueron golpecitos en los parachoques al frenar o arrancar. Más tarde empezaron los ataques en las carreteras. Surgieron los núcleos de lo que en el futuro serían los primeros clanes y tribus: grupos de conductores toros o burros que circulaban juntos y sacaban de la carretera a los vehículos con distintivo diferente. Los antiguos agentes del orden, vinculados en su mayoría a una u otra tribu, raramente actuaban de manera imparcial. El conflicto estalló. Los peatones, ciclistas y motoristas desaparecieron de las calles. Los coches sólo salían ya en manada y el territorio se dividió en función de los clanes. Desaparecieron las antiguas naciones y estados y sólo restó la selva de asfalto. Cuando dos tribus se encontraban, luchaban sobre la carretera hasta que todos los coches de un bando eran destruidos o capturados. Y esa sigue siendo la norma hoy. No hay piedad para los prisioneros: se rumorea que los macacos, allá en el sur, son especialmente crueles con los enemigos capturados. Cuentan, por otro lado, que existen lugares en el norte, donde empiezan los hielos, que han sido capaces de conservar el orden y mantener alejadas a las tribus. Otros afirman que en el oeste, donde acaba el océano, existe un país de orden que nos hace llegar la gasolina para que sigamos luchando entre nosotros. Tal vez sea verdad. O tal vez sea tan cierto como que algún día se acabará la gasolina o como que el mar tenga límites.
Soy el último de los caracoles en esta ciudad. En el maletero de mi coche luce la última silueta de un caracol. Soy el último escriba. Aquí dejo mi testimonio. Conduciré de noche, me esconderé de día. Espero que los conductores burros me permitan cruzar sus montañas y llegar a la tierra de los caracoles. Que los dioses Petro y Leo protejan mi viaje.
6 comentarios:
Sé que no hauria de dir res, que hauria de quedar-me calladet com he fet des de fa un temps, etc. etc, etc. També sé que potser el teu relat pot tenir a veure amb alguna d'aquestes metàfores subtils que a mi sempre se m'escapen, però la veritat és que ho llegeixo i se'm posen una mica els pèls de punta. El que veig és que, directe o indirectament, acabes identifiquen nacionalisme (o pertinença a un grup, identitat o digues-li com vulguis) amb violència, i això, en general, no només no té per què ser així, sinó que afirmar-ho sovint és part de l’estratègia de "certs" nacionalismes molt bel•ligerants. Naturalment no dic que això últim sigui el teu cas, però tan sols volia apuntar que portar una burret al cotxe no implica estar esmolant les destrals (en el meu cas suposo que seria la falç) a casa. Ja sé que la humanitat no és molt esperançadora, però encara crec que hi ha alguna possibilitat de ser el que s’és sense necessitat de tallar colls, al menys físicament parlant.
Apa, fins ara,
Marc
Juan José Millàs va escriure que "el lector es tan responsable de lo que lee como el escritor de lo escribe": en un text cadascú troba exactament allò que està cercant. Espero que algú cerqui metàfores subtils.
Una abraçada.
Muy bueno.
Nos vemos en el Insti.
Ja em perdonaràs la meva manca de subtilitat, però és que entre cargols existencialistes i apocalipsis de tribus d'enganxines em teniu una mica confós. També perdonaràs que no citi a ningú, però és que prefereixo cenyir-me a les meves pròpies paraules i, en aquest cas, a les teves. Per això, et pregunto: quan escrius "la silueta identificó al conductor como miembro de un grupo determinado y se formaron bandas cada vez más agresivas" o "Pronto llegaron las primeras agresiones" o "Espero que los conductores burros me permitan cruzar sus montañas y llegar a la tierra de los caracoles", etc., etc ¿què vols dir exactament? Si vols, t'ho pregunto d'una altra manera: ¿quina subestructura de valors i idees contenen aquestes afirmacions i el discurs que elles conformen?
Potser si ens despulles una mica les teves idees, seré menys responsable de trobar el que potser no hi ha.
Vinga doncs, fins ara,
Marc
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