martes, 5 de enero de 2010

EPISTOLARIO


Por Carlos Rull

La primera carta llegó en viernes, una semana exacta después del entierro. El destinatario leyó el contenido entre horririzado y maravillado y sólo tras un buen lingotazo de bourbon fue capaz de sujetarse al teléfono como a la rama salvífica en la caída al abismo y ponerse en contacto con varios familiares y amigos. Quisieron hallar una explicación lógica en los conocidos retrasos del correo postal o bien en una broma malintencionada. Pero a la semana seguiente, el viernes, llegó otra carta. Mismo papel, misma tinta, mismo sobre, misma letra, sólo el matasellos, de una ciudad del sur, y el contenido, claro, eran diferentes. Esta vez la carta llegó a la a dirección de una vieja amiga de la que la difunta se había separado años ha por inexplicables diferencias deportivo-políticas. La pobre mujer apenas sobrevivió al susto. Otra vez se alzaron voces en el círculo de amistades y familiares que explicaron con lógica lo sucedido, pero fueron menos. Algunas murmuraron desde los rincones otras posibilidades. Se sugirió dejar al viudo y a los hijos al margen del caso. El viernes siguiente una tercera carta dirigida esta vez al hijo mediano echó por tierra esa idea. La familia entera vivió un sobresalto simultáneamente angustioso y animoso. Los más íntimos leyeron la carta con un interés que rayaba la obsesión. Se discutió del caso, se propusieron medidas y a la vez si recomendó no hacer nada, se mostró tanta indignación como alivio, tanto temor como ilusión.

Desde aquel día todas las personas que alguna vez conocieron o trataron, estimaron u odiaron, amaron o rechazaron a la difunta se levantaban cada viernes con el corazón en un puño y la mente en el buzón esperando la temida o anhelada carta. Ésta se recibía aleatoriamente ya en casa de un conocido lejano o un compañero de trabajo, ya en la de un familiar cercano, ya en la de un amigo íntimo. Siempre desde una ciudad diferente. Quién las había escrito estaba claro - o así se pretendía -, pues la letra era reconocible nadie más que ella podía saber todo lo que en aquellas epístolas se declaraba. A pesar de múltiples investigaciones, nunca se averiguó quién las enviaba.

Un año exacto después del entierro, tal y como anunciara la misiva anterior, llegó la última carta, dirigida a quien fuera fiel compañero de la fallecida. Tanto él como los hijos manifestaron su deseo de que su contenido no trascendiera fuera del ámbito familiar. Lo único que se supo, algún tiempo después, es que en ella se revelaban ciertos secretos y se perdonaban ciertos pecados.

1 comentario:

Carso dijo...

tu texto me lleva a otros textos, que es lo mejor que le puede pasar a una colección de palabras: 'Mentira' de Enrique de Hériz un novelón de esos que se leen en 3 suspiros (desde la tumba, vamos).
felices reyes republicanos