sábado, 13 de marzo de 2010

MALA SOMBRA


Por Antonia Martos








Charo vivía en Balis, cerca de la estación de tren y, de lunes a viernes, a partir de las nueve de la mañana, se quedaba sola en casa. Su marido, Jaime, llevaba a Dani al colegio y después se dirigía a la oficina. Era a partir de ese momento que Charo se transformaba en una auténtica vidente. Se convertía en especialista en quitar el mal de ojo, en experta en solucionar cualquier problema de pareja o salud. Entendía de negocios, problemas familiares y búsqueda de trabajo. Para ello, utilizaba una habitación diminuta donde atendía a sus vecinas. El cuarto disponía de una mesa camilla en cuyo centro brillaba una gran bola de cristal junto a las cartas de tarot, dispuestas sobre un tapiz verde. En la pared, cerca de la mesa, unas estanterías de color marrón oscuro acogían manuales de brujería y algún que otro libro sobre magia. Apenas entraba la luz en el habitáculo, sólo una claraboya, en el techo, dejaba ver la penumbra del patio de luces. Antes que las clientas llamasen a la puerta Charo ya se había maquillado. Una raya negra cubría sus párpados y el rímel espeso sobre sus pestañas largas, resaltaban sus ojos verdes. Sus uñas eran largas y la capa de esmalte negra, como toda la ropa que vestía. Su cuerpo se movía lentamente sobre unos pies diminutos que soportaban casi ciento cuarenta quilos. El cabello pelirrojo contrastaba con su tez blanca, casi transparente y sobre su cabeza, siempre, una corona de hojas de lúpulo, símbolo de la alegría y abundancia. Nunca atendía a nadie sin la corona, realmente era muy supersticiosa. Como un ritual, antes de abrir, Charo, impaciente, calculaba, en voz baja, las ganancias “Hoy, cinco vecinas, a cincuenta euros la sesión, doscientos veinticinco euros. ¡No está nada mal!”. Mónica, su vecina de enfrente, una ama de casa con crisis de ansiedad, se aseaba, lo preciso, con la intención de ir a visitarla. Era la primera clienta de la mañana. Se veían cada dos semanas. El objetivo de las sesiones era quitarle el mal de ojo que le había echado su vecina Eva, la típica envidiosa que casi todo hijo de su madre conoce. Si Mónica compraba un mueble para su comedor de color verde pistacho, Eva no tardaba en buscar otro igual. Si Mónica vestía de naranja, Eva vestía de naranja. Si Mónica escuchaba música clásica, Eva también. Y así, la relación entre estas dos mujeres se había convertido en un tormento. También, Eva tenía cita con Charo y el motivo era la maldición de su vecina Cristina, quien había provocado que su marido la dejase por otra mujer. Aún así, el problema no era que la dejase por otra mujer, sino como encontraría de nuevo a otro marido. Charo, siempre escuchaba la misma canción “Este disgusto me ha dejado cara de pequinés. Se me ha encogido la sonrisa con la que enamoré a mi exmarido”. Esa mañana, Cristina fue otra clienta más. El motivo era la arpía de su vecina Claudia. Claudia era una prostituta que tenía robado el corazón de su marido. Como es evidente, la vida de Charo transcurría gozosa con las miserias de sus vecinas, mientras su cuenta corriente no paraba de crecer. Llevaba tantos años engañándolas que incluso creía tener un don divino. Al mediodía, seducida per la pasión que sentía como hechicera y su avaricia por el dinero, tomó una pócima, que había preparado la noche anterior, compuesta de excrementos de gato, sesos, tripas y huevos. La leyó en un manual de magia y conjuros titulado “Los brebajes y el éxito”. Creía que la poción incrementaría sus dotes adivinas y, por tanto, sus vecinas harían correr la voz en Balis, y, de esta forma, aumentaría, aún más, su cartera de clientas. Como cada tarde, Jaime recogía a Dani del colegio y después ambos se dirigían a casa. Al entrar, encontraron el cadáver de Charo en el suelo, junto a una corona de hojas de lúpulo y doscientos veinticinco euros en el bolsillo.Tras una semana del infortunio, el periódico local de Balis informaba que, según la autopsia realizada a Charo, la causa de la muerte no fue un asesinato como se comentaba en el vecindario, sino la salmonela. En el entierro, sus vecinas, no entendían como no pudo prever su propia muerte.

7 comentarios:

Beatriz dijo...

Jaja, siempre es más fácil ver la viga en el ojo ajeno que en el propio. Lagarta, lagarta, la Charo. Quién no tiene una charo-lagarta en su vida, digo yo?

Petons;-)

José García Obrero dijo...

En el pueblo de mis padres tres de cada cinco mujeres quitan el mal de ojo. No son pitonisas, están convencidas del ritual. Cuando un niño nace, al igual que se le bautiza se le lleva a casa de una de estas vecinas para que le prevenga del mal de ojo. Suelen tener gallinas y por tanto, huevos frescos. Ninguna muere. Pero ya va siendo hora de que compren los huevos en el super.

Un beso.

paula dijo...

ja,ja mas que una salmoneta,seria una sardineta de monte..de tanto vamos a contar mentiras trailara...mandan huevos las supersticiones,siempre revuelto de miedos e ignorancia.
Buen ojo tu post!!!
besazo.

Montllanes dijo...

Hola a los tres, la Charo en este caso era una lagarta, como dice Ester. José, en algunos momentos, su ego la convencía del ritual. O quizás su miedo o ignorancia como dice Paula. Un abrazo a los tres y buen lunes,
Antonia

Carso dijo...

ay la charo, suministrando pildoras de placebo entre las vecinas! a mí en el fondo me encantan estos personajes porque los veo folklóricos muy al estilo Almodóvar, excepto cuando pasan los límites de la mentira y montan un tinglado por televisión tipo rappel, ahí se pudran con sus pócima.
saludos de lunes

Mercè Mestre dijo...

Però a qui se li acut fer una truita de caca de gat! I, a sobre, tastar-la...puaj!

Ni llarga ni vident: directament idiota. Sí, noia, has fet bé de carregar-te-la.

Una abraçada.

Montllanes dijo...

Hola Óscar/Mercè, no lo había pensado, pero ahora que lo comentas la Charo sería digna de un papel en una película de Almodóvar. Como dice Mercè a quien se le ocurre comer huevos con caca de gato!!! Ya la estoy viendo recogiendo un Goya y llamando a Pedro. Uifff.. con la Charo... pero si está muerta. ni Goya ni naaaaaa!!!!!!!!!!