miércoles, 30 de junio de 2010

Retrato de grupo frente al mar



Por Zápiro

1. En la primera mitad de la película, la cámara no se detiene un segundo. Durante los primeros 25 minutos, todos los diálogos se incrustan en alguna actividad paralela —limpiar los platos, bailar, preparar la comida, reír, abrir la maleta, mirar, bromear, adivinar— que reduce el argumento a conjetura. El guión no es sino una trenza hilvanada en ese ritmo impuesto por la joie de vivre. Se ha dicho que A propósito de Elly es una película contra la mentira, pero no es cierto: la gran amenaza, para el director iraní Asghar Farhadi, no es la mentira sino la media verdad, la conjetura, el plano secuencia, los cambios de habitación, el zoom, la carcajada, el salir y entrar, el irse o venirse, el juego, el amor, la amistad y las ganas de cambiar las cosas. Y de ahí que la duración, más de media hora, y la insistencia, un tanto mareante, por esa opción fílmica, haga que la ligereza termine imponiéndose como opción de vida, por encima del espectador efectista que en cada conjetura ya masca el drama.

En la primera mitad, la apuesta dramática es subsidiaria de esa opción. Ambas se engarzan de manera magistral en la secuencia del rescate del niño Ahmar: mientras los hombres juegan un partido de voley, el niño pequeño, que apenas sabe hablar, aparece diciendo: “Ahmar, Ahmar…”. Los hombres no le toman en cuenta, pero, a continuación, aparece la hermana mayor: “¡Ahmar, Ahmar…!” Los hombres reaccionan. Buscan al niño en el mar. “¿Quién estaba a su cargo?”. “Elly, Elly…”. “¡Elly, Elly…!”. Los hombres buscan a Elly en el mar, pero, a continuación, su amiga Sépideh decide meterse también, con la falda, con el velo, imposible. ¡Sépideh, Sépideh!... Uno, dos, tres niños. Uno, dos, tres ahogados. La continuidad impone su contenido atroz, desgarrador, sobre aquella joie de vivre que venía a justificar.

2. En la segunda mitad, la cámara se vuelve estática, se cortan los planos y los personajes son individualizados en cada encuadre. El ritmo, que carga con todos los costes de esa variación, se hunde definitivamente ante la decisión de Farhadi de no modificar, en consonancia, su propuesta dramática, basada en la mera yuxtaposición de conjeturas. Para entonces, el mar ya ha golpeado en sus vidas, y el drama se ha contraído sobre sí; es tiempo de deshacer los pasos, de atender al angustioso sonido de la resaca (“el ruido de las olas hará que me vuelva loca”). Y sin embargo, Farhadi continúa aportando elementos nuevos, insiste en la virguería argumental, sigue rebañando de las fuentes secas de la conjetura, de la media verdad y la mentira moral. Es un gesto valioso por lo ostensible. Farhadi ha echado a perder su película. En lo restante, le veremos adentrarse en la esforzada tarea de construir un mensaje ad hoc. En la presentación del novio de Elly, concretamente, en su aporte guiñolesco al hilo de la acción, se vislumbra no tanto la crítica política como la imposibilidad expresa [y expresada] de realizar una obra de arte sin quiebra de sentido, bajo un régimen totalitarista y de censura. (En el caso de Darbareye Elli, según se ha dicho, se implicó personalmente el presidente Alhmadineyad.)

3. A Elly se la presenta como una persona tímida, agradable. Una persona recatada que, llegado el momento de exigirse por los demás, responde (como cuando ayuda a las mujeres en la cocina, algo inusual en una invitada que no está comprometida con ninguno de los allí presentes, según la tradición islámica.) Enseguida se intuye que esconde algo, y la duda fundamental, que no decae hasta el fundido en negro, reside en si ello perjudicará al resto del grupo; si se tratará de un algo maligno, en manos de alguien que, ajena al grupo, no pondrá mayor cuidado en preservar su tranquilidad, o si se trata de un conflicto personal que, de rebasarse, lo hará a despecho suyo. Elly es la primera persona que introduce una mentira literal en el guión. Y con mentira literal no me refiero a una broma que todos asumen por tal y que no por faltar a la verdad es menos cierta. Elly le dice a su madre que, si alguien pregunta por ella, no diga que está de viaje en la playa. Elly será, con todo, la principal condenada por la narración.

Al contrario que Elly, quien ha tenido la oportunidad de ser presentada antes de mentir, su novio es el producto neto de una mentira. Antes de que aparezca en escena ya sabemos que ha mentido, que ha dicho ser el hermano en lugar del prometido de Elly. Tampoco es que su aparición física mejore las cosas, viendo como se enzarza en una discusión de tráfico absurda que, por cierto, no sabremos como acaba. Un personaje grotesco y deleznable, en definitiva, al que se le niega desde el inicio cualquier derecho a la compasión. Respecto al contenido impuesto por la censura iraní, y de la que el novio de Elly parece su exponente físico, no estará de más destacar que, aparte del castigo divino que recibe la (supuesta) adúltera, el hombre que se ha dejado engañar por ella recibe un castigo no menor, siendo como es ridiculizado de principio a fin, supongo que con la complicidad del censor. Por lo visto, el pecado no es el daño causado, sino su costra. El bermellón de la herida. Al final, todos los machismos son igual de subnormales.

4. Alguien recuerda que, minutos antes de desaparecer, Elly ha dicho que quería volver a Teherán. La conciencia del grupo se fractura en esa cuña, hendida en la posibilidad de que Elly descuidara a los niños, y se marchara a Teherán, pero salvara su vida. Lo que ocurre a continuación en torno al bolso de Elly define a un tiempo la talla artística y moral de Asghar Farhadi. En ese instante el drama ya tiene abiertas sus cuatro heridas, y comienza a pedir un catalizador. Con maestría asombrosa Farhadi consigue estabilizar el dolor, mediante un suave aterrizaje del shock, sin cerrar una sola de las posibilidades. El hecho de que la historia no se sancione en ese punto, no solo delata la talla del director sino también, ciertamente, su fe en unos valores tradicionales, basados en el dolor de lo fragmentario, en la angustia de lo insincero y, acaso también, en la necesidad del castigo divino. El problema es que esto último nunca podremos saberlo. Porque Farhadi considera más grave la imposición que el incumplimiento de esos valores, y ha arrumbado su película para [de]mostrarlo. Ése es nuestro drama.

En la segunda mitad, efectivamente, nada alcanza el nivel exigido por la primera. El contraejemplo a la secuencia del bolso de Elly es la disputa de tráfico en que se enzarza su novio, justo cuando Sépideh se sube en su coche. Un contenido extemporáneo, un personaje recién conocido, un contendiente sin rostro siquiera… ¿A quién le importa como acaba eso? ¿Y a quién menos que a Farhadi? Sin embargo el director explota esa veta, y nos tiene una serie de minutos en la duda de si Sépideh saldrá sana y salva del coche de ese tipo. Pero, ¿qué aportaría, en ese punto, el hecho de que Sépideh no volviera sana y salva? A propósito de Elly, ¿a quién le importa lo que su novio pueda hacerle en ese momento a Sépideh? ¿Y a quién menos que a Farhadi? El mismo clímax se repite al final de la película, cuando el novio pide reunirse a solas con Sépideh en la cocina. Ha sabido que ella persuadió a su amiga para que le engañara, y quiere saber si Elly se resistió. Conociendo al sujeto, la probabilidad de que no la abofetee en la cocina es inversamente proporcional al consentimiento del marido de Sépideh a que se celebre esa reunión. Y sin embargo el marido consiente. ¡Él mismo la ha abofeteado minutos antes! Y Sépideh accede. Y el chico pregunta. Y Sépideh miente. ¿Y a quién le importa? ¿Y a quién menos que a nosotros?

Darbareye Elly es una gigantesca película contra la vida, contra lo liviano, contra Sépideh. Decir, no obstante, que es una película contra la mentira es como decir que Caperucita es un cuento contra la violencia de género. Justo cuando trataban de explicárnoslo, perdimos el interés. Ése es el drama fundamental[ista].

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