miércoles, 10 de enero de 2007

Don nadie

Por Andreu González Castro

Según un vecino mío, hace tiempo se reservaba el tratamiento “don” a los bachilleres, los que habían acabado el Bachillerato, vamos, entonces no tan devaluado. También a personas de calidad, como el cura (don Efigenio, don Marciano, don Antonio) o el alcalde. A las personas de edad avanzada se les solía aplicar el antenombre más cariñoso de “tío”, que precedía al nombre de pila, más o menos deformado. Así, por ejemplo, mi abuelo era conocido como “el tío Estebonas” (de Esteban) incluso en los pueblos colindantes.


En literatura y otras manifestaciones artísticas hay “dones” inolvidables. El don Juan, a quien ideó Tirso de Molina y utilizaron Moliere y Mozart. Don Carlo, creación de García Gutiérrez trasladada a la música por Verdi. Ya en un terreno más popular, el conocido don Diego, enemigo acérrimo del Zorro en las andanzas del justiciero enmascarado.


Más que a esos “dones” literarios de relumbrón, en estos tiempos en que todos quieren medrar, salir en la foto, figurar, estar en el cogollito, uno debe aspirar seriamente a que se olviden de él, a ser un “don nadie”. Como Ulises, el héroe de multiforme ingenio, que logró escapar a la cólera feroz del cíclope a quien había cegado con una enorme estaca aguzada y endurecida al fuego gracias a que le había dicho que su nombre era “Nadie”. Así que, cuando el cíclope recibió la dolorosa lanzada y aulló buscando quien le auxiliase, no recibió ayuda de sus iguales, gigantones temibles. ¿Cómo la iba a recibir si gritaba desesperadamente que “Nadie” le había achicharrado el único ojo que presidía su frente?


La expresión se suele repetir con desprecio, queriendo arrojar paladas de oprobio sobre aquel que se profieren. “Es un don nadie”, se dice, y es como si se le tachara de un registro, el de las personas que merecen ser escuchadas. Se trazan unos sañudos rayajos a derecha e izquierda de un nombre y la persona que designa deja de tener crédito, sean o no sólidas sus opiniones. A mí me parece, en cambio, que sólo siendo un “don nadie” se pueden alcanzar verdaderas cotas de libertad. En la literatura de tiempos pretéritos, para burlar la censura y poder expresar verdades comprometidas, los autores las ponían en boca de un loco, uno de los ejemplares más palmarios de un “don nadie”, alguien a quien no se hace caso ni por pienso. Así, el licenciado Vidiera de Cervantes, que creía ser de vidrio y se atrevía a decir en voz alta lo que otros no osaban. Pero, ojo, que entre la escoria de las insensateces, refulgía el metal brillante de las críticas fundadas: “que yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüenza y no sé lisonjear”. Por no hablar de Don Quijote, el otro loco genial creado por el alcalaíno. Locos, algunos niños, borrachos, políticos en apuros: todos libres para decir la verdad, todos don nadies (la cita es de Arthur Miller).


No es cosa fácil ponerse manos a la obra y decidirse a ser un “don nadie” no por marginación externa, sino por propia voluntad y gusto. Profetas en el mundo del trabajo los hay en Norteamérica: los que se han acogido al downshifting, han decidido bajar los peldaños del éxito social tras haber sido verdaderos yuppies, triunfadores podridos de dinero, y han optado por una vida más espiritual, alejada del consumismo desenfrenado. Curioso país, la capital del imperio: en él todo engendra a su contrario.


Pero la morada óptima del “don nadie” no es Norteamérica. Ni su mundo es de este reino. Su loca aspiración es, claro, vivir en el no-lugar. El buen lugar (eu-topos) es el no-lugar (ou-topos), como escribió con un juego de palabras Tomás Moro. Los “don nadies” son ilusos que querrían vivir en la isla de Utopía, en constante riña con la tierra firme de la Realidad. Yo me atrevo a recomenda a todos los que vivís en la peligrosa Realidad que os atreváis a emprender, al menos de tanto en tanto, un viaje al otro territorio.

1 comentario:

Unknown dijo...

Excelente artículo. Esa voluntad ser don nadie me ha recordado a los grandes escritores de la negación recuperados en los últimos libros de Vila-Matas, sobre todo al aparentemente enajenado Robert Walser, pero también a todos los demás Bartlebys y Kafkas, oscuros personajes de vida gris y rutinaria poseídos por la perenne necesidad de escribir su propio mundo, su propio no-lugar.
Por cierto, que los no-lugares existen, y son mucho más tenebrosos de lo que queremos ver: los describe Marc Augé en su libro homónimo ("Los no lugares"): centros comerciales, aeropuestos, y otros lugares de tránsito que no son en realidad lugares, lugares sin atributos para hombres sin atributos.
Sobre Walser escribí un artículo en Verba, tal vez os interese.
Un saludo.