Por Carlos Rull
Quien más quien menos, la mayoría de los de mi generación conservamos en la memoria alguna anécdota familiar de cuando hubo en este país una guerra civil. Los que nacimos entre el 75 y el 76, la primera generación tras la muerte del paquito, aún estuvimos a tiempo de recibir esa anecdótica herencia, la más de las veces oral, de nuestros abuelos, o de unos padres mayores que vivieron, aún niños, la contienda, o tal vez de unos padres menos mayores que explicaban las aventuras de los suyos: las batallitas de nuestros abuelos, sí , esas que muchos aprovecharon para sus trabajos de historia en el instituto, cuando un instituto aún era un centro de estudios.
Batallitas grandes o pequeñas, oficiales o ignoradas, contrastadas o exageradas, de fachas o de rojos - cada día (por suerte) da más lo mismo -, de final cómico o trágico: todas ellas son historias que han germinado en el imaginario colectivo español produciendo en ocasiones frutos de enorme belleza y capacidad evocadora – pienso en El Laberinto del Fauno, en Soldados de Salamina -, y a menudo lamentables engendros que crispan y agitan – pienso en ciertos libros revisionistas, en ciertos comentarios radiofónicos, en ciertos sitios de la red -.
Toda gran historia, y la Guerra Civil lo es, está compuesta de infinitas pequeñas historias, de aventuras insignificantes o admirables; de heroicidades sin héroes o aun con cobardes; de glorias sin prensa, de victorias sin fotografías, de rostros sin nombres o de nombres sin rostro. Pequeñas pinceladas en el gran cuadro de la guerra, hebras sueltas del tapiz de la Historia. Detalles ínfimos en el devenir colectivo que son, en realidad, la verdadera y auténtica historia, la intrahistoria unamuniana. Vivencias que, por encima y por debajo de la que nos cuentan los libros de texto y los coleccionables de los periódicos, conforman la genuina esencia de lo que fueron tres de los más bárbaros años de la historia de este país. La de mi abuelo Benito es una de ellas.
Mi abuelo paterno y cuatro conciudadanos suyos, entre los que se encontraba también el tío Mingu, otro familiar indirecto de un servidor, fueron detenidos por motivos que nunca han quedado demasiado claros. Tal vez, dicen, porque increparon a unos milicianos en plena faena de destrozar iglesias, o tal vez, cuentan, por envidias y rencillas vecinales o comerciales. Qué más da, y qué más da también qué bando los detuvo, la cuestión es que metieron a los cinco pobres tipos en un coche y se los llevaron a la montaña, ya supondrán ustedes con qué aviesas intenciones. Cuando los milicianos les ordenaron bajar del vehículo, el tío Mingu, de quien cuentan que gozaba de una corpulencia fuera de lo común, se resistió, exigiendo para ser reducido la voluntariosa colaboración de todos y cada uno de los guardas – y ni con esas -. Aprovechando la confusión, el chófer le abrió la otra puerta del automóvil a mi abuelo y le dijo que corriera. No hacía falta: mi abuelo había salido disparado montaña arriba y, entre gritos y disparos, logró dar esquinazo a sus perseguidores y refugiarse ileso en una masia de los alrededores en la que durante aquella época oscura se dio cobijo a más de un fugitivo. A sus espaldas, los milicianos fusilaron a los otros cuatro inocentes. En los meses siguientes, y hasta el final de la guerra, mi abuelo Benito vivió un auténtico calvario: fugas en tren con disfraz y sombrero, refugios inciertos en casa de conocidos, falsas identidades, el terror a ser reconocido,... Incluso llegó a trabajar como conductor para los mismos que habían querido fusilarle, otra de esas infinitas contradicciones de aquella guerra. Finalmente, gracias a la solidaridad y amistad de mucha gente, logró atravesar la frontera y, tras acabar la guerra, reunirse con su familia. Llegó a ser alcalde. En la otra punta de España, por esas mismas fechas, mi abuelo materno corrió mucha peor suerte: a él sí consiguieron fusilarlo.
La Guerra Civil (y lo que vino después), además de un millón de muertos, un dolor infinito en muchos corazones y un país arrasado y dividido, dejó una estela de odio y rencor que aún hoy se respira con demasiada frecuencia en muchos rincones de las españas. Sin embargo, también dejó pequeños reductos de luz, pequeñas historias como flores en un cementerio, como brotes en el olmo seco, semillas llenas de palabras e imágenes para el futuro y, sobre todo, dejó muchas lecciones que nunca deben ser olvidadas.
En estos días de barahúnda y bravuconada, de banderas en las manos y agravios en las calles, de derechonas a la gresca e izquierdonas al “tú más”, de griterío y estridencia, de salvajes energúmenos bramando afrentosas memeces como “Zapatero, al hoyo con tu abuelo”, en estos días, en fin, de tanto político mediocre y tanto bárbaro desencadenado, es probable que esté muy de más traer a colación una de esas pequeñas, minúsculas, olvidadas anécdotas de tan funestos tiempos, pero aunque esté de más, me apetecía explicarla, qué carajo. Y es que, aunque con frecuencia no tenga sentido volver a lo que ya no existe, yo sentencio, con palabras de Aristarain en Un lugar en el mundo, que “hay cosas de las que uno no puede olvidarse. No tienen que olvidarse. Aunque duela”.
3 comentarios:
Soy también soy de los que ha tenido abuelos que tuvieron que salir de su casa con lo puesto. Cada uno hacia un sitio,sin saber uno del otro. cuatro hijas. A la pequeña, la mimaban los marroquíes traídos por D. Paco: "chiquita, veni, veni asi" y le daban chocolate de ración. Pero mi abuela, en cuanto los veía, se llevaba consigo a su pequeña. Por lo que pudiera pasar. Eran malos tiempos. Tiempos de escapar por los tejados y huir a la montaña. De santo y seña, y balazo en el pecho. Y de muchas cosas más que no se olvidan, que duelen a unos más y a otros menos. Que hay que contar porque de ellas venimos y al contarlas hacemos la historia que no se documenta, que se vivió sin biógrafos, que se mantiene en la oralidad, como los buenos relatos.
Leyendo con ojos mas cercanos a las tristezas, yo vi. la cara de paquito e incluso me herí con las cinco flechas en el corazón. Solo me gustaría añadir una coletilla a la fantástica frase de cierre….“hay cosas de las que uno no puede olvidarse. No tienen que olvidarse. Aunque duela”…. Debemos recordarlas con tradición oral de miradas arco iris , con respeto a los muertos e incluso a los menos vivos, llorarlos sin pañuelos de banderas….solo flores.
Una vez mas compa, gracias por tu lección de noes….no al olvido, desde la no comprensión…..
Hace unos meses daba clases en un barrio de Esparreguera, en el barrio del Mas d'en Gall, y me impresionó que una señora ya mayor, que venía a aprender catalán, me dijera que a su padre lo habían fusilado. "¿Con qué cara llorar en el teatro?", se queda uno diciendo con Vallejo.
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