Por Iván Sánchez Moreno
En la segunda mitad del siglo XIX, el mundo occidental sufrió una auténtica debacle sísmica. Con la acusación de Flaubert por su inmoral e irreverente Madame Bovary se inauguraba una nueva era de terror anárquico en el arte. Liberado ya del rancio encorsetamiento del arte inocente –los encargos de mecenas, cortesanos y capillas–, el artista rompía por fin con las ataduras de lo narrativo y las buenas maneras, y se ponía a crear lo más guarro y pervertido que se le pasara por la cabeza... o el sexo. A partir de entonces, se derrumbaron todos los valores culturales, sociales y políticos como caerían los muros de un viejo castillo.
El primero en sajar el silencio de la decencia como una sábana raída fue Manet. Con una intachable formalidad académica, pintó una Merienda campestre en la que lo de menos era el picnic y lo de más la gachí en porretas que se exhibía impúdica sentada en la hierba. Luego vendría la Olimpia, el cuadro de una puta joven que mira con actitud procaz al espectador mostrando frontalmente sus mejores encantos. Y ya nada volvería a ser como antaño: a partir de entonces, el público pasaba a ser un voyeur que encima pagaba por verla desnuda, como un cliente más. Ah, perverso, perverso Manet, qué tío más cachondo...
Ya tenía razón Freud cuando aseguraba que toda manifestación artística es un deseo sublimado. Adorno diría además que cada obra de arte es un delito no cometido. Mucho antes advirtió Vasari que el artista está más allá de toda moral, por lo que si se les había de juzgar se haría siempre en base a héroes y no a bufones. Esto supone una rara paradoja, pues el valor de su don tiene en la trasgresión su verdadera fuerza: en el quebrantamiento de las reglas modales de la Academia, en la violación de los tabúes, y en su contrarréplica política. De los tres crímenes sin castigo, el tercero es sin embargo el más amuermado en los últimos años, aborregado como está el artista para besar la mano que le alimenta.
El arte ha servido a intereses maniqueos por un lado, pero por otro consigue despertar en las conciencias lo que el individuo por sí solo no sabe descubrir. Así, obras como la Bandera roja de Judy Chicago –un primer plano de la artista sacándose de la vagina un támpax chorreante– o las fotos de penes prominentes emergiendo entre ramos de flores o ese autorretrato de Mapplethorpe sodomizándose con un látigo pretenden compartir con su vejación con el receptor y provocar al espectador una confrontación violenta con su propio yo más feo: el del sexo y el excremento, ambos reprimidos por la censura artificial. De su neurosis personal dependerá la hostilidad de su reacción frente a dichas obras, que pueden acabar desmoralizando al público originándole tal malestar psicológico que se vean impelidos a apartarse de la pieza incluso con asco, reafirmando aún más su negación y alejamiento de esa parte del yo tan poco querida.
Es curioso constatar la aceptación casi masiva que tiene el erotismo en la publicidad y sufrir una auténtica paliza en las conciencias cuando ese mismo sexo se torna explícito en otros campos del arte. Por regla general, la peña se cree que el arte, por ese aura de misticismo y respetabilidad que arrastra desde siempre, debe ocultar a toda costa los genitales de sus modelos. Tal como si le arrancaran a Cristo el escroto.
Pero un vistazo a la estadística demuestra lo contrario. El cine porno, por ejemplo, produce, genera y gana más que el resto de la industria fílmica. Tanto es así que hace unos años muchas majors estadounidenses calibraron seriamente la posibilidad de dedicar algunas de sus filiales al género de la coyunda, por aquello de no quedarse sin su cacho de pastel. ¿Se imaginan a la Walt Disney Company distribuyendo y promocionando Blancaleches y los siete onanistas, o a Nacho Vidal protagonizando una comedia familiar donde todo el mundo fuera en cueros o con taparrabos?
Ni un “arte invisible” como es la música se salva de esta caza de brujas. El cancán se prohibió activamente en sus inicios no sólo por el obvio significado obsceno de las posturitas del baile de marras, que dejaba al descubierto las ancas y la zona púbica de las señoritas, sino también por el simbolismo político que ostentaba esa alocada libertad de expresión. No en vano, su música y su actitud estética fueron adoptadas por los revolucionarios como respuesta de protesta contra el gobierno represor y una sociedad contemplativa y acomodaticia en la que sólo se arrimaba uno al prójimo en el banco de la iglesia.
Hablamos de la misma época en la que se imponía en los colegios victorianos la práctica del deporte para relajar la libido de los alumnos en edad comprometedora. Puesto que castraban su apetito sexual con el bromuro moral del ejercicio espartano, los muchachos (y las muchachas) mitigaban la picazón de la entrepierna con unos chutes de fútbol o una carrera en la pista. Así nos va aún: la peña se amorra a la tele viendo competir hombres-anuncio por un salario envidiable, en vez de aprovechar el tiempo con inspirados juegos lúbricos.
Lo escandaloso no es asistir a un coito pictórico, sino ver la pasión desatada con la violencia deportiva, y en cambio despertar emociones adversas y de rechazo ante un cuadro gorrino. Queda claro ahí que la gente piensa con el culo pero folla de boquilla. De la elección entre una de esas estampas de pajilleras que dibujó Klimt en plena vejez y un póster de Ronaldinho, se desprenderá por ende quién se sostiene las gónadas muy a su pesar. La alternativa a la provocación artística es la ablación intelectual. No lo olviden nunca.
En la segunda mitad del siglo XIX, el mundo occidental sufrió una auténtica debacle sísmica. Con la acusación de Flaubert por su inmoral e irreverente Madame Bovary se inauguraba una nueva era de terror anárquico en el arte. Liberado ya del rancio encorsetamiento del arte inocente –los encargos de mecenas, cortesanos y capillas–, el artista rompía por fin con las ataduras de lo narrativo y las buenas maneras, y se ponía a crear lo más guarro y pervertido que se le pasara por la cabeza... o el sexo. A partir de entonces, se derrumbaron todos los valores culturales, sociales y políticos como caerían los muros de un viejo castillo.
El primero en sajar el silencio de la decencia como una sábana raída fue Manet. Con una intachable formalidad académica, pintó una Merienda campestre en la que lo de menos era el picnic y lo de más la gachí en porretas que se exhibía impúdica sentada en la hierba. Luego vendría la Olimpia, el cuadro de una puta joven que mira con actitud procaz al espectador mostrando frontalmente sus mejores encantos. Y ya nada volvería a ser como antaño: a partir de entonces, el público pasaba a ser un voyeur que encima pagaba por verla desnuda, como un cliente más. Ah, perverso, perverso Manet, qué tío más cachondo...
Ya tenía razón Freud cuando aseguraba que toda manifestación artística es un deseo sublimado. Adorno diría además que cada obra de arte es un delito no cometido. Mucho antes advirtió Vasari que el artista está más allá de toda moral, por lo que si se les había de juzgar se haría siempre en base a héroes y no a bufones. Esto supone una rara paradoja, pues el valor de su don tiene en la trasgresión su verdadera fuerza: en el quebrantamiento de las reglas modales de la Academia, en la violación de los tabúes, y en su contrarréplica política. De los tres crímenes sin castigo, el tercero es sin embargo el más amuermado en los últimos años, aborregado como está el artista para besar la mano que le alimenta.
El arte ha servido a intereses maniqueos por un lado, pero por otro consigue despertar en las conciencias lo que el individuo por sí solo no sabe descubrir. Así, obras como la Bandera roja de Judy Chicago –un primer plano de la artista sacándose de la vagina un támpax chorreante– o las fotos de penes prominentes emergiendo entre ramos de flores o ese autorretrato de Mapplethorpe sodomizándose con un látigo pretenden compartir con su vejación con el receptor y provocar al espectador una confrontación violenta con su propio yo más feo: el del sexo y el excremento, ambos reprimidos por la censura artificial. De su neurosis personal dependerá la hostilidad de su reacción frente a dichas obras, que pueden acabar desmoralizando al público originándole tal malestar psicológico que se vean impelidos a apartarse de la pieza incluso con asco, reafirmando aún más su negación y alejamiento de esa parte del yo tan poco querida.
Es curioso constatar la aceptación casi masiva que tiene el erotismo en la publicidad y sufrir una auténtica paliza en las conciencias cuando ese mismo sexo se torna explícito en otros campos del arte. Por regla general, la peña se cree que el arte, por ese aura de misticismo y respetabilidad que arrastra desde siempre, debe ocultar a toda costa los genitales de sus modelos. Tal como si le arrancaran a Cristo el escroto.
Pero un vistazo a la estadística demuestra lo contrario. El cine porno, por ejemplo, produce, genera y gana más que el resto de la industria fílmica. Tanto es así que hace unos años muchas majors estadounidenses calibraron seriamente la posibilidad de dedicar algunas de sus filiales al género de la coyunda, por aquello de no quedarse sin su cacho de pastel. ¿Se imaginan a la Walt Disney Company distribuyendo y promocionando Blancaleches y los siete onanistas, o a Nacho Vidal protagonizando una comedia familiar donde todo el mundo fuera en cueros o con taparrabos?
Ni un “arte invisible” como es la música se salva de esta caza de brujas. El cancán se prohibió activamente en sus inicios no sólo por el obvio significado obsceno de las posturitas del baile de marras, que dejaba al descubierto las ancas y la zona púbica de las señoritas, sino también por el simbolismo político que ostentaba esa alocada libertad de expresión. No en vano, su música y su actitud estética fueron adoptadas por los revolucionarios como respuesta de protesta contra el gobierno represor y una sociedad contemplativa y acomodaticia en la que sólo se arrimaba uno al prójimo en el banco de la iglesia.
Hablamos de la misma época en la que se imponía en los colegios victorianos la práctica del deporte para relajar la libido de los alumnos en edad comprometedora. Puesto que castraban su apetito sexual con el bromuro moral del ejercicio espartano, los muchachos (y las muchachas) mitigaban la picazón de la entrepierna con unos chutes de fútbol o una carrera en la pista. Así nos va aún: la peña se amorra a la tele viendo competir hombres-anuncio por un salario envidiable, en vez de aprovechar el tiempo con inspirados juegos lúbricos.
Lo escandaloso no es asistir a un coito pictórico, sino ver la pasión desatada con la violencia deportiva, y en cambio despertar emociones adversas y de rechazo ante un cuadro gorrino. Queda claro ahí que la gente piensa con el culo pero folla de boquilla. De la elección entre una de esas estampas de pajilleras que dibujó Klimt en plena vejez y un póster de Ronaldinho, se desprenderá por ende quién se sostiene las gónadas muy a su pesar. La alternativa a la provocación artística es la ablación intelectual. No lo olviden nunca.
3 comentarios:
Interesante , como siempre, lo es….provocador ,como siempre lo es….bien escrito y documentado, como siempre, lo está….muletillas críticas y escepticismos cínicos ,en tu línea….pero erótico ,lo que se dice erótico, ni en la música ,ni en la letra….mas bien una dosis de intelectualmente jodido bromuro ,mezclado con tampax y excrementos(….mira a Carlos de Inglaterra y Camila, lo elevaron a comentada pasión).
Creo que no te has leído bien las bases o yo no las he entendido, es la semana, querido Viernes, del relato(no artículo ) erótico ,que para mi es un arte de pensamiento muy baratito, auque muy caro de compartir y extremadamente difícil de expresar por escrito…hay que tener muchos Nacho Vidal …,porque es un lenguaje que descubre ,que desnuda y que da pistas sobre los interiores, aunque se escriba sobre otr@s u orgias de eunucos.
Menos crítica y aplicando tus sabios consejos, pasa un buen finde con todo el erotismo guardado (tus compas de blog han colaborado),espero que no sea en un museo (je).
Unos añitos después de la Merienda y la Olympia, a Coubert se le ocurrió la feliz idea de dibujar un irónico y procaz "El origen del mundo", que da alegremente la bienvenida a los visitantes del Museo d'Orsay, que raramente dejan de exclamar un "¡Coño!", perfectamente adecuado a la ocasión. Podéis disfrutar de la inspiradora creación y leer su atribulada historia en este enlace:
http://www.fisterra.com/human/3arte/pintura/origen_del_mundo.asp
Ya dijo alguien que "la mirada es la erección del ojo".
Perdón, al parecer el enlace no aparece bien en el comentario anterior y no sé como diablos conseguir que aparezca entero. Si algún amable visitante lo sabe, que me lo explique. Mientras tanto, podéis escribir "el origen del mundo" así, entre comillas, en Google, y os saldrá el enlace.
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