Por Iván Sánchez Moreno
Más de la mitad de la pintura europea ha versado su temática en escenas y personajes de la mitología judeocristiana, incluyendo también la imagen del Diablo. Se le debe a éste uno de los mayores aciertos del dominio eclesiástico durante más de quince siglos de historia. Si bien la representación del Mal carece de una figura clara en la Biblia, su caracterización formal más típica –y que Goya reciclaría una y otra vez en sus Caprichos y Pinturas Negras– es relativamente muy reciente.
El Diablo fue creado como símbolo con el que ejercer una presión más eficaz contra la sublevación civil, un invento político que proporcionó una gran cantidad de adeptos radicales que heredarían el miedo de generación en generación. Sin embargo, el tiro les salió por la culata pues la figura del Diablo sería adoptada por los “rebeldes” como icono mesiánico de la libertad de pensamiento, credo y moral. El Vaticano tuvo entonces que replantear su visión sobre el Mal, considerando que el peor pecado contra Dios era adquirir un conocimiento no oficial (esto es, no canonizado ni homologado por la Iglesia), pues tan sólo los elegidos –las élites: nobles, aristócratas, feligreses y gente de bien– tenían el derecho de acercarse a Dios. Cualquiera que no se encontrara en esa lista de vips podía estar tentado de arrebatarle a Dios el poder de la sabiduría absoluta, lo que no sería inconveniente de no pertenecer a una clase social zafia y rastrera, no merecedora de tales honores.
Así, Lucifer pasó a ser ese ángel demasiado guapo y demasiado listo que por rebelarse contra el Padre Hacedor fue expulsado del Reino de los Cielos, igual que a Adán y Eva se les condenó al exilio del Paraíso por probar el fruto del Árbol de la Ciencia. Atentar contra ese derecho de pernada con las Academias es, desde siempre, el pecado más repulsivo para las altas jerarquías. No es extraño, por tanto, que todos esos outsiders de la historia, alquimistas y arcanos, músicos trifónicos, poetas malditos, y rebotados hombres de ciencia acabaran adorando dioses paganos y demonios malignos entendiéndolos como conceptos con los que defender la humana tendencia hacia el error, la asunción de esa parte oscura del yo que los psiquiatras anatemizan con diagnósticos de enajenación mental.
Convertido el Diablo en héroe del anarquismo y el libertinaje (o sea, ese vasto campo del desconocimiento que la Iglesia aún no controlaba), los mismos creadores del fenómeno sufrieron en sus propias posaderas el grano purulento de la proliferación de herejes y satanistas a tutiplén. El problema requería soluciones más expeditivas, por lo que durante el papado de Gregorio IX (1227-1233) se fundaría una guardia pretoriana de nombre Inquisición. Su reino del horror degeneraría con los años en una holocáustica paranoia persecutoria en pos de sospechosos de herejía, sedición, blasfemia y ateísmo, peor que en los tiempos de Robespierre. Entre hogueras, torturas y encarcelamientos, la Inquisición recopiló entre sus víctimas casi la mitad de la población peninsular.
A principios del siglo XX aún quedaban vestigios de este brazo ejecutivo –y ejecutor– de la Iglesia Católica. Quizá por esa ley neocon del laisser-faire, que afectaría también a las mentes más descocadas/encocadas con ínfulas del “todovale”, el siglo XX ha sido con diferencia el más execrable de todos, mezclándose entre los crímenes de guerra los valores humanísticos de los caducos Ilustrados: lo políticamente correcto se trasviste de moral, y la democracia lobuna se viste de liberalismo económico para beberse la sangre de las ovejas mientras duermen.
No faltó quien, bajada la guardia, aprovechara el caos para poner en tela de juicio la credibilidad del poder eclesiástico. El 13 de octubre de 1988, Luigi Gonelle (uno de los asesores científicos que habían trabajado para los intereses del Vaticano) declaraba públicamente ante las cámaras de TV que la Sábana Santa de Turín era en realidad una falsificación datada entre los siglos XIII y XIV. En vano insistieron las autoridades vaticanas en demostrar que Gonelle estaba equivocado: desde 1989 llevan más de 25 análisis con carbono-14 y no hay manera de revocar los datos reales sobre el origen de la Síndone.
Al final pudo más la evidencia de la verdad que el poder de la mentira. Siendo el bulo del Diablo insuficiente para provocar la desconfianza de la Iglesia Católica, tuvieron que ser hombres con bata –los arcanos de hoy– quienes recuperaran de nuevo la fe en el ser humano, devolviéndole la luz de las tinieblas que hasta ahora atesoraban en un cáliz dorado al alcance de muy pocos. Lástima que la inmensa mayoría siga prefiriendo arrodillarse ante trapos de colores por bandera como quien reza a la podre de una mortaja.
Más de la mitad de la pintura europea ha versado su temática en escenas y personajes de la mitología judeocristiana, incluyendo también la imagen del Diablo. Se le debe a éste uno de los mayores aciertos del dominio eclesiástico durante más de quince siglos de historia. Si bien la representación del Mal carece de una figura clara en la Biblia, su caracterización formal más típica –y que Goya reciclaría una y otra vez en sus Caprichos y Pinturas Negras– es relativamente muy reciente.
El Diablo fue creado como símbolo con el que ejercer una presión más eficaz contra la sublevación civil, un invento político que proporcionó una gran cantidad de adeptos radicales que heredarían el miedo de generación en generación. Sin embargo, el tiro les salió por la culata pues la figura del Diablo sería adoptada por los “rebeldes” como icono mesiánico de la libertad de pensamiento, credo y moral. El Vaticano tuvo entonces que replantear su visión sobre el Mal, considerando que el peor pecado contra Dios era adquirir un conocimiento no oficial (esto es, no canonizado ni homologado por la Iglesia), pues tan sólo los elegidos –las élites: nobles, aristócratas, feligreses y gente de bien– tenían el derecho de acercarse a Dios. Cualquiera que no se encontrara en esa lista de vips podía estar tentado de arrebatarle a Dios el poder de la sabiduría absoluta, lo que no sería inconveniente de no pertenecer a una clase social zafia y rastrera, no merecedora de tales honores.
Así, Lucifer pasó a ser ese ángel demasiado guapo y demasiado listo que por rebelarse contra el Padre Hacedor fue expulsado del Reino de los Cielos, igual que a Adán y Eva se les condenó al exilio del Paraíso por probar el fruto del Árbol de la Ciencia. Atentar contra ese derecho de pernada con las Academias es, desde siempre, el pecado más repulsivo para las altas jerarquías. No es extraño, por tanto, que todos esos outsiders de la historia, alquimistas y arcanos, músicos trifónicos, poetas malditos, y rebotados hombres de ciencia acabaran adorando dioses paganos y demonios malignos entendiéndolos como conceptos con los que defender la humana tendencia hacia el error, la asunción de esa parte oscura del yo que los psiquiatras anatemizan con diagnósticos de enajenación mental.
Convertido el Diablo en héroe del anarquismo y el libertinaje (o sea, ese vasto campo del desconocimiento que la Iglesia aún no controlaba), los mismos creadores del fenómeno sufrieron en sus propias posaderas el grano purulento de la proliferación de herejes y satanistas a tutiplén. El problema requería soluciones más expeditivas, por lo que durante el papado de Gregorio IX (1227-1233) se fundaría una guardia pretoriana de nombre Inquisición. Su reino del horror degeneraría con los años en una holocáustica paranoia persecutoria en pos de sospechosos de herejía, sedición, blasfemia y ateísmo, peor que en los tiempos de Robespierre. Entre hogueras, torturas y encarcelamientos, la Inquisición recopiló entre sus víctimas casi la mitad de la población peninsular.
A principios del siglo XX aún quedaban vestigios de este brazo ejecutivo –y ejecutor– de la Iglesia Católica. Quizá por esa ley neocon del laisser-faire, que afectaría también a las mentes más descocadas/encocadas con ínfulas del “todovale”, el siglo XX ha sido con diferencia el más execrable de todos, mezclándose entre los crímenes de guerra los valores humanísticos de los caducos Ilustrados: lo políticamente correcto se trasviste de moral, y la democracia lobuna se viste de liberalismo económico para beberse la sangre de las ovejas mientras duermen.
No faltó quien, bajada la guardia, aprovechara el caos para poner en tela de juicio la credibilidad del poder eclesiástico. El 13 de octubre de 1988, Luigi Gonelle (uno de los asesores científicos que habían trabajado para los intereses del Vaticano) declaraba públicamente ante las cámaras de TV que la Sábana Santa de Turín era en realidad una falsificación datada entre los siglos XIII y XIV. En vano insistieron las autoridades vaticanas en demostrar que Gonelle estaba equivocado: desde 1989 llevan más de 25 análisis con carbono-14 y no hay manera de revocar los datos reales sobre el origen de la Síndone.
Al final pudo más la evidencia de la verdad que el poder de la mentira. Siendo el bulo del Diablo insuficiente para provocar la desconfianza de la Iglesia Católica, tuvieron que ser hombres con bata –los arcanos de hoy– quienes recuperaran de nuevo la fe en el ser humano, devolviéndole la luz de las tinieblas que hasta ahora atesoraban en un cáliz dorado al alcance de muy pocos. Lástima que la inmensa mayoría siga prefiriendo arrodillarse ante trapos de colores por bandera como quien reza a la podre de una mortaja.
1 comentario:
La jerarquía eclesiástica está tomando unos tintes, la verdad, muy retro. Me resulta difícil desprenderme de mi formación cristiana, pero cada vez es más minimalista.
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