domingo, 1 de julio de 2007

Recuerdos de infinita quietud


por Rufino Pérez.

El mundo no estaba definido. La mente humana recordaba todavía el sueño de la eternidad, el tiempo sin tiempo, vivido, quizá soñado, en el que la palabra era gesto, murmullo, manifestación del interior.

El espacio se habitaba en diferentes dimensiones y la verdad era sólo la intuición de una apacible y serena visión de uno mismo.

Yo y tú eran las piezas de un espejo que continuamente era posible traspasar.

El día y la noche se mezclaban en la esencia misma de corazones palpitando, aún tenues. Eran las tinieblas sobre las que se forjaron los primeros núcleos de vida consciente.

Árboles y plantas formaban un tejido de colores grises, dorados, blancos, verdes luminosos, rojos… No había ruidos, el sonido era una melodía continua en varios contrapuntos. La vida animal se agitaba en permanente vaivén de concordia con el entorno. Todo estaba creado y todo estaba por crear.

La vista se perdía en la inmensidad de un horizonte poblado de mil y una figuras conviviendo en prodigiosa armonía...

El agua discurría suavemente por todo su cuerpo. No sabría decir cuánto tiempo se había quedado a solas con sus pensamientos sumergida en la cálida caricia del agua. Había sido feliz durante unos momentos en brazos de él, cuyos rasgos le recordaban poderosamente otra imagen, un rostro del ultratiempo –así lo denominaba ella en las conversaciones consigo misma-.

Y ahora sentía acuciante, la terrible sensación de indefinición, de silencio. Un repentino cambio en la temperatura del agua de la ducha, la atrajo hacia este lado del espejo en el que había un baño, un plato de ducha…; más allá, la habitación, la cama…., poco a poco iba trayéndose hacia la realidad palpable.

Cerró la ducha. Tomó la toalla y se fue secando suavemente mientras miraba los objetos uno a uno. Se miró en el espejo del baño y éste en una especie de lienzo envejecido, moteado por las dunas de vapor de agua pegadas a su superficie, le devolvió la imagen de una mujer joven, de rasgos suaves, ojos discretamente rasgados, brillantes, que resaltaban con fuerza bajo unas cejas apenas visibles. Era ella, sí. Esta vez, el espejo, era sólo eso, un espejo.

Salió del baño e instintivamente entró en la habitación para buscar en el armario la ropa con la que se iba a vestir. Antes de que su mano rozara apenas el pomo de la puerta entreabierta, sintió la fuerza de la noche, de las tinieblas primigenias.

Y lo vio. Ahora podía verlo. Caminaba lentamente entre la bruma, envuelto en una deleitosa sensación de serenidad. No parecía que fuera la primera vez que habitaba ese mundo/tiempo. Tal vez, se reencontraba y se sorprendía hallándose a sí mismo. Sonreía.

Ahora ella sonreía también, porque recordaba cómo le había hecho entrar en el armario, había cerrado la puerta y tras escuchar durante unos segundos el ritmo alegre de su corazón, apenas en un minuto, había abierto de nuevo. Y ya no estaba allí.

Mañana, si no era capaz de volver, si no quería volver, iría a buscarlo.

1 comentario:

Carla dijo...

bell relat... la màgia i el misteri preservats en un armari... l'amor que trascendeix fronteres... m'ha agradat molt!!