Por el profesor Ells van de Koel
El año que el Barça ganó la séptima, Alfredo Echezarreta estaba trabajando. El día D, medio país trabajaba para el otro medio que estaba paralizado ante los televisores. Y, pese a que Alfredo fingía estar absorto en la masa de una pizza, acogió con inicial regocijo el estruendo de cohetes que venía de la calle, un estruendo que no podía ser otra cosa que la celebración de una debacle barcelonista. Esta vez sí, intuía que aquellos habían caído con todo el equipo. Algo en su interior le decía que por fin esos prepotentes se habían dado el gran batacazo.
- ¿Qué? Seguro que ha marcado el Bayern –interpeló en un tono fingidamente neutro a un compañero que estaba enganchado a unos auriculares.
- Pues no. El partido ha acabado, chaval. ¡Ya tenemos la séptima!
El abatimiento de Alfredo fue total y su úlcera de duodeno se reivindicó con nuevo ardor. La imaginación de Alfredo se atormentó pensando en las riadas de madrileños que iban a tomar de un modo inminente la Cibeles, antaño símbolo del madridismo rampante y ahora lugar escogido para la exaltación de su triunfo por las exacerbadas huestes barcelonistas, cuyo número aumentaba exponencialmente. ¿Cómo era posible que el eterno rival hubiera usurpado incluso el patrimonio simbólico que le correspondía por derecho al noble y bético adalid, al caballero del honor? Alfredo tenía sus propias teorías.
- Nunca debimos desprendernos de aquellos mercenarios de lujo –espetó con un deje de melancolía a su compañero, que ni le oía ni le escuchaba, absorto como estaba en la retransmisión radiofónica.
Alfredo Echezarreta sabía muy bien de lo que hablaba. Era desde su blanca infancia una enciclopedia del madridismo. Papá lo llevaba a Chamartín los domingos de partido para que contemplase a los galácticos de los días gloriosos. ¡Qué clarividencia la de Zidane! ¡Menudos cañonazos los de Roberto Carlos! ¡Qué picardía la de Raúl! ¡Qué reflejos gatunos los de Casillas! ¡Qué modo de pasearse por Europa! Fueron tres copazos europeos en cinco años, los mejores de su vida. Y después la resaca. En la cúspide de su fama, en la cima de su celebridad, aquel equipo se había desmoronado como un castillo de naipes. Alguien había decidido que había que quitar de en medio a tanto figurón y comenzaron a desmantelar en los astilleros de los despachos aquella máquina de hacer fútbol. Beckham había ido a parar a Los Angeles Galaxy, Figo al Inter de Milán, Zidane había colgado las botas, Ronaldo militaba en el Milan y Roberto Carlos en el Fenerbahce. El tercio de la legión extranjera había huido en desbandada.
- Nosotros no necesitamos de ayudas arbitrales –le soltó con cajas destempladas al de los auriculares, que ultimaba una cuatro estaciones–. Seguro que os han pitado un penalti a favor, como siempre.
Porque Alfredo estaba convencido de que los árbitros decantaban invariablemente la balanza hacia el poderoso, hacia el equipo del gobierno. Si ya se lo había dicho su padre. Las palabras lapidarias de su progenitor la noche del 14-M de 2004 aún resonaban en sus oídos con la contundencia de un vaticinio fatal. Lo recuerda abatido en el sofá, aquella noche infausta, ante la caja tonta. En sus ojos parecía apuntar la humedad furtiva de una lágrima cuando se incorporó y se dirigió a la cama. Dejó caer:
- Ahora que ZP y sus secuaces nos han robado España, esto no tiene remedio, chico. Más vale que nos empecemos a acostumbrar a ver cómo pierde el Madrid.
Como si hubiera hablado a toro pasado, oye. Porque al mes escaso, en la capital, se consumó la derrota en el derbi contra el Barça, derrota que, a la postre, conduciría a los azulgranas a la consecución de la segunda plaza liguera, el ansiado pasaporte para la Champions. Aún recuerda a ZP en el palco, como director de orquesta de aquella hecatombe capitalina. Aquel partido épico había quedado en todas las hemerotecas merengues señalado como el día de la infamia: el Robo del Siglo. Los dos goles barcelonistas en fuera de juego, el balón que Valdés sacó de dentro, la expulsión de Figo, que ni tocó a Puyol... Había que estar cegado por el fanatismo para no admitir que les habían birlado el partido ante sus propias narices. No había que ser muy perspicaz para llegar a la conclusión de que aquello no era sino fruto del favoritismo arbitral y gubernativo.
Ese partido fue un punto de inflexión, pero en junio de 2004 todo fue a peor. Florentino Pérez, al fin y al cabo alma máter de algunos éxitos madridistas de no poca repercusión mundial y artífice del boyante estado de las arcas del Mejor Club del Siglo XX, se había visto inopinadamente desplazado de la reelección por un recién llegado a la arena del fútbol: Antón Houdini. Houdini iba de tapadillo en la Junta Directiva de Floro y era aquel tipo extravagante que se chapuzó en uno de los canales de Ámsterdam el año que el Madrid ganó la séptima, la primera en color, como muchos malaleches del Barça habían apuntado entonces. A Houidini le apodaban “El Sepulturero”, por su semblante adusto y su delgadez extrema. Cuando Houdini llegaba a un sitio cualquiera, las conversaciones devenían murmullos y al poco se apagaban como una vela ante una corriente de aire. Sus maneras broncas a la hora de hablar le hacían ser temido: era un experto en crispar los debates. En las confrontaciones dialécticas vencía siempre, aunque no convencía a nadie. Lo relevante es que en el año 2004, primero de la Era Barcelonista, se alzó con la presidencia de la Casa Blanca nadie sabe con qué buenas o malas artes.
- Pero, ¿Houdini no era el nombre de un mago? A ver qué animalitos se saca este de la chistera –señaló algún agorero. Nadie le hizo caso. Florentino era cosa del pasado, había que llevarlo cuanto antes a la fosa del olvido. Había que pasar página después de la temporada blanca en blanco. El Gran Houdini sería el Salvador, el Restaurador, el Profeta de la religión madridista. ¡Ave!
Alfredo tuvo que hacer un alto en sus pensamientos para atender un nuevo pedido que le habían dejado en el alféizar del ventanuco de la cocina. Cogió el papel grasiento que había dejado la chica que despachaba a los clientes, aquella a la que tan bien le sentaba la gorra de Pizza Mola, y leyó:
- ¡Visca el Barça! Dos pizzas tropicales. ¡Olé, Barça, olé! Una mexicana. ¡La séptima! ¡Y en RVD!
Algo se le revolvió en el estómago. Le parecía como si el receptáculo se hubiera rasgado y todos los jugos gástricos se le desparramasen hasta el último átomo de su cuerpo a través de la sangre. Pensó que necesitaba urgentemente un Almax. Pero para empezar, aquella chica de la gorra acababa de pasar a engrosar la lista negra. Ya le extrañaba que hubiera tardado tanto la alusión al RVD. Claro, era cierto: la última que ganó el Madrid era hace ya más de un lustro, en los tiempos casi prehistóricos del DVD, aquel sistema ahora caduco que no permitía ni grabar en digital. ¡Quedaban a años luz aquellos días esplendorosos de los galácticos!
- ¡Oye, tú! –vociferó hacia el mostrador desde la cocina–. ¡Estoy hasta las narices del cachondeo! ¿Te ha quedado claro? ¿Te ha quedado claro?
El silencio se adueñó del local y todos los compañeros le clavaron una mirada recriminatoria. En esos rostros atónitos vio reflejada la magnitud de su estupidez. Por suerte, enseguida se dio cuenta de que se estaba comportando como un energúmeno e intentó dominarse. La chica de la gorra lo contemplaba con una mezcla de miedo y repulsión.
- Perdona. No te quería decir eso. Se me ha ido la cabeza. Perdona –intentó excusarse Alfredo.
[La semana que viene, el final de esta historia escalofriante.]
2 comentarios:
Lo que yo digo, hay que ser del Zaragoza. Y ahora, más todavía, que os hemos mandado un buen refuerzo.
Cosa que se agradece. Además, el hecho de que el Madrid no lo quisiera no hace sino agigantar su figura a ojos de los culés más acérrimos.
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