Por Carlos Rull
La vida del funcionario docente no es, en la mayoría de casos, regalada, pero sí, de vez en cuando, tranquila y, a menudo, segura. Sin embargo, una vez al año ocurre algo que no por esperado es menos estresante ni aterrador, algo que la mayoría de ciudadanos, que no tienen un funcionario de la educación en casa – siempre es mejor un gatito –, no conoce. Durante una quincena al año la parsimoniosa y estoica serenidad – o el sufrimiento agónico - ante determinados alumnos desaparece ante un suceso que pone en pie de guerra a todo profesor o maestro joven - y no tanto -: el CONCURSO DE TRASLADOS. Hasta el nombre da miedo si uno lo pronuncia lentamente, sílaba a sílaba.
Se trata, básicamente, de quince días de vértigo en los que el funcionario novato – o no tan novato - va a perderse entre miles de papeles y larguísimos formularios para conseguir que una misteriosa “COMISIÓN DE BAREMACIÓN” - nombrecito que también infunde un cierto temor – decida una puntuación más o menos arbitraria con la que un no menos misterioso programa informático decidirá donde irá a parar el pobre funcionario los próximos dos años. Movilidad profesional, lo llaman. Hay otros nombres vinculados a esta cuestión que también – con perdón – acojonan, “PLAZAS SUPRIMIDAS”, “PROFESORES DESPLAZADOS”, “PARTICIPACIÓN
FORZOSA”... Pero de ellos hablaremos otro día.
Cuando uno es un esclavizado sustituto, o un esforzado y sufrido interino, esos términos parecen lejanos, ignotos, no van con nosotros. Sólo sabemos que durante quince días al año algunos de los compañeros ya funcionarios se vuelven literalmente locos. Recorren veloces los pasillos con la cara desencajada, los ojos salidos, la boca torcida, murmurando siempre cifras, números, apartados y méritos; cargados de papeles y fotocopias que están a todas horas compulsando, comprobando, validando, recopilando, presentando, solicitando, y de extensísimos formularios en los que tienen que introducir cientos de códigos y numeritos. Al fin los quince días pasan, y uno sabe que dentro de unos meses esos funcionarios se agolparán un buen día ante el ordenador de la sala de profesores con gritos y exclamaciones del estilo de “¡Me mandan a....!”, “¡Me la han dado, me la han dado!”, “Esos cabr... no me han dado nada!”, “¡A la mierda!”, y expresiones de alegría o desesperación parecidas.
Luego uno aprueba las oposiciones. Lo celebra. Lo disfruta. Ya es funcionario y cree haber dado un gran paso. Y lo ha dado, ciertamente. Pero entonces, un buen día, alguien menciona con temor, bajando la voz casi hasta el susurro, el ominoso “CONCURSO DE TRASLADOS”, y uno recuerda a aquellos compañeros. Y pronto se encuentra a sí mismo corriendo desencajado por pasillos de quién sabe qué administración recopilando todos los papeles, títulos, certificados, contratos, comprobantes, validaciones y convalidaciones que demuestren a los mismos que le aprobaron los exámenes de oposición que ha estudiado, mientras dedica las tardes a hacer listas y más listas de institutos y poblaciones para rellenar casillas y más casillas de formularios y solicitudes. Y meses después se descubre un buen día abalanzándose sobre una pantalla de ordenador para ver a dónde le envían.
Hacia finales de curso, llega otra quincena de funcionarios locos que se alarga hasta bien entrado julio y, en ocasiones, hasta septiembre. Es la terrible convocatoria de “COMISIONES DE SERVICIO”, que también acojona, claro. Pero esa es otra historia.
1 comentario:
A mí los últimos Concursos de traslados me han jod.. porque han alejado a mi compa de la esfera próxima. En fin, me alegro porque ese compa consiguió ir donde quería y ahora vive feliz. Pero tiene un nuevo cometido: el de llenar día a día el espacio literaturaplus y el de comunicarse con Castellón. Apa, a vore si t'afanyes, xiquet -seguro que lo escribo mal, pero no miro el diccionario, me sale solo-. Abrazos
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