sábado, 5 de enero de 2008

OTRO BANQUETE DE LA ARAÑA



La acuarela que veis es de Felipe Sérvulo:

http://www.artistasdelatierra.com/artistas/Fservulo


El relato que transcribo esta vez no es mío. Pertenece a la Saga de los Caníbales, y su autor es el profesor Manuel Lozano, quien nos lo hace llegar desde Argentina.




Dios mío, debiste pasar por un prueba terrible.

-Me encuentro bien-dije-. Me encuentro bien.

Daphne Du Maurier, Casa en la playa

En las horas gentiles de la concupiscencia regresabas, siempre regresabas con tus cabellos lacios y rubios y el delgado cuerpo desnudándose -de a poco-, apenas traspasada la puerta falsa. Me sonreías. Me extendías también las manos que yo rechazaba, casi por instinto, para mezclarme con la víboras y sumergirme entrelazado en la fuente magníficamente lóbrega.

Ya se sabe que en Loreto las víboras y los lagartos se reproducen como conejos. ¡Si habremos encontrado nidos entre los restos de paredes de las ruinas jesuíticas! Igual, de chicos les temíamos. Bajábamos los escalones del parque con ese apuro nunca justificado de los jóvenes y, aún antes de llegar a la fuente seca, Elpidia me pedía pruebas de amor que le negaba al instante. “Esas son cosas de Luis, tu pariente, a él le debés todas las pruebas”, le canturreaba yo con sarcasmo.

“Miras cómo se hace el día en tu cuerpo. El lugar del juicio o de la ausencia. Hasta acá debió llegar el destronado, el destrozado”, me decías en arranques desaforados de poesía inútil, sí ¡tan inútil!, porque ¿qué más inútil de inutilidad absoluta que la poesía frente a tus solicitudes de pruebas de amor?

También hubo un hacha, pero no en el sueño siesteril que lastima mis pies bajo el sol misionero. Siempre viendo un hacha vos, te decía Gabriel mientras te acompañaba en aquellas caminatas nocturnas que no podés borrar de la memoria. Imposible pedir clemencia ante esos cuervos que te siguen desde los obrajes, te repetía Gabriel, ni siquiera la atenuación de la condena. Porque son como cuervos, ¿o no lo sabías? ¿Carroñas o cuervos? ¿Lugar de la boca harapienta o del cadáver lujoso?, te aventurabas a contestarle en otro de tus impromptus.

Algunas noches, que duraban lo que dura una noche, que duraban siglos, aparecíaen sus pesadillas una mujer incendiándose que mostraba los huesos del brazo, justo en el momento en que la piel -hecha minúsculos jirones-, se derretía en el suelo púrpura. Entonces la niña sucia (como se llamaba a sí misma) saltaba súbitamente en medio de la cama, permaneciendo en un éxtasis hipnótico durante largo rato. Ya habían pasado hacía tiempo las pruebas de amor, los arrancadas liricas, las fugaces travesías a la selva.

Ahora es la simple cama mortal la que te deleita y desespera al mismo tiempo, sobre todo cuando tenés insomnios que no se curan con nada, le dije esta mañana. Su cara se demacró como por arte de magia, instantáneamente. No me reclames compasión sobre tu piel, no sólo pasajera detrás del atavío-le gritó un día a su primer violador- y su sexo se abrió en grandes tajos (eso creyó ver ella, mirando cómo se iba por la pierna un hilillo de sangre oscura.) Al lado de su cuerpo mugriento había un hacha, pero esta vez era un hacha real (la del violador.)

Ayer se preguntaba frente al espejo del cuarto pintado con color índigo traído de México, casi desgarrando sus ropas y mostrando, altiva y desafiante, los senos crispados, levantados en puntitas, dónde estaba "aquél que no venía a tomarlos, a lamerlos, a pellizcarlos hasta el dolor". Para mí, el deseo es progresivamente geométrico y busca muerte, yo sé que busca muerte el deseo, no yo, repetía la que alguna vez fue niña sucia, restregándose las manos. Hoy me siento cansada, mi rostro está blanquísimo, ajado como un papel chino, y los huesos parecen no pertenecerme.

¡Pasaron veinte años, che, y todavía te acordás vos! La verdad es que me tomó como a una bestia que necesita ser domada, me pegó con su látigo de espinas; eso sí: un pequeño látigo de espinas, mientras mi tajo enrojecía como un tulipán, pero ya no sangraba. ¡Cómo está el morbo en los obreros, yo te podría decir que es mucho más elaborado que el de un coronel o un sacerdote!, me decía siempre.

Ahora, levitando veía todo más claro, transparente. Ellos nunca vendrán, nadie vuelve con su mismo rostro a la caverna, porque ni la caverna se repite. En la tarde de ayer corría, por los alrededores, un gimnasta con un sombrero panamá tapándole las cejas. La sombra de ellos, pareció, por unos minutos, retornar con gran fuerza. “Cómo puede ser que después de cuarenta y siete años, regrese perfecta la visión. Es lo que también te pasa con los perfumes, cuando alguno te gusta o lo odiás, esa hirviente, maldita pero dulcísima memoria del olfato te acompaña de por vida. Si sucedió por el cincuenta y uno”, le digo a Cirita, mi última prima.

Cuando era adolescente, ella huía a la casa de sus abuelos. Detrás del parque se abría un pequeño corredor cubierto de hierbas en dirección a un valle casi infinito. Una siesta echó a caminar por la maleza, cruzó el arroyo que divide el campo y se detuvo junto al brevísimo estanque curioseado por una garza mora y algunas torcazas. Empezó a acariciar su cuerpo, apretando sus senos y con ambas manos arañando también sus muslos. Se desnudó, arrojándose con violencia. El agua, calmando su excitación, aguzó definitivamente sus oídos. Sintió pasos, pero no se inmutó. Aflojándose de a poco, subió tiernamente hasta la superficie.

Habemos tiempo en que uno tiene la noción de lo imposible. Ahora veo que llega ese tiempo tan anhelado. Romper la membrana, trasponer el umbral: revelarse sería perderlo todo en pliegues de un sudario vampiro. ¿Niña Redentora -dijiste-, sálvame del cieno congregado por toda mi eternidad? Es verdad: ahora en la vejez, solo resta construir la probable ficción de lo que fue con palabras. Lo que fue y lo que fui están cosiéndose mutuamente. La niña sucia lo sabe. Por eso anota en descuidados cuadernos (como corresponde a toda niña sucia) la palabra inglesa “spear” que vale por lanza y por traspasar. “¡Oh, vieja arponera de tus navíos!”

Siempre al final de la clase y siguiendo los últimos pasos y el cuchicheo de sus compañeras, siente con impaciencia la proximidad de Matías, su profesor de yoga. Niñita sucia te tranquilizas al fin, te gusta mi dedo en el culo, que lo mueva todo el tiempo, en círculos de adentro hacia afuera, luego te lo chupas, íntegramente te lo lames, me gritás, me ordenás. Algunos somos, a más de la propia naturaleza, signos de otras cosas y esto, espontáneamente o por imposición -le repite- haciéndose la gran intelectual de Loreto.

Experimenta un raro escalofrío bajo su vulva: es el asiento de la bicicleta del hermano Ismael. Va de aquí para allá, levantando la pequeña polvareda que sólo puede levantar una bicicleta que es casi un triciclo. Frena bruscamente, y al levantar la vista están Ellos. De nuevo y a plena luz del día. Uno a uno, que no podría contarlos, podrían ser quince, o doscientos, o mil. Ya resulta imposible distinguirlos o recordarlos, siquiera de cerca. Sus trajes brillantes dejan ver, a todas luces, objetos -parecieran ser objetos translucidos. Es que esa tela, con el tono marrón clarísimo de muselina, aumenta el contraste.

-¿Recordás, pero recordás cuando de pequeña compartías la bañera junto a tus padres? ¿Cuando él se erguía sobre el enlozado blanco y su enorme sexo te paralizaba? Entonces no soportabas que te tomase de nuevo entre sus brazos. Transitabas el borde de lo intolerable y, lo más terrible, es que aún no sabías hablar. Te desesperabas. Después, continuando el ritual, tu primo Luis te sentaba sobre las piernas, y, mientras jugaba con sus dedos a lo largo de tu cuerpo, sentías cómo se excitaba, presionando tus muslos tensos e irisados. Querías arañarle la cara, meterles bien adentro los dedos en los ojos , pero tu timidez aún no lo permitía. Con el tiempo empezaron a gustarte cada vez más esos rituales, y sentías cierta humedad en el tajo y en la boca. Vivir el imposible ardor que nunca cesa, como dice tu amiga Josefa.

Luis mantenía una extraña relación con sus amigos. Ella lo sabía. Se encerraban en la habitación y se masturbaban, mirándose los unos a los otros, hasta el desmayo. Vos siempre quisiste estar en el centro del círculo ouroboros, viendo como en tus pechos se derramaría, al unísono, aquel precioso líquido ámbar. “La historia de una pesadilla, ¿no dura acaso siglos? Y una, niña sucia, indeseable, empedernida, se despierta tan cuerda, luego de haber pasado por el infierno”, nos repite (escribe en borradores), fija para la memoria.

Que se haga un interminable lago de semen, podrido y hediondo, como una inmensa telaraña líquida; y que el hedor llegue, al fin, desde Loreto a todo los rincones de la tierra, elucubraba la vieja niña sucia, mientras un brillo de crueldad la revivía increíble. Y tan desfigurada estaba con estos pensamientos matutinos -que a esta altura no eran recuerdos absolutos ni pura imaginación, es la pura verdad-, cuando oyó un gruñido sordo detrás de la puerta.

¡Vamos, Stella Maris, levantate ya, vamos marmota, que en la Procesión de Nuestra Señora de la Merced ni vos ni yo tenemos privilegios!

Manuel Lozano

París, 1996/Buenos Aires, 2007


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