El brillo intenso del sol matinal atraviesa juguetón las cortinas y acaricia con alegría el sofá y el mueble del salón. Hoy volverá a pedírmela. Siempre lo hace los raros días en que aún hace sol y él lo siente sobre la piel curtida de su rostro. Se acomoda con dificultad en la mecedora después de pedirme que la encare al balcón para recibir el vivificador calor de la mañana. El comedor parece que se convierte en un trocito de primavera en pleno invierno. Le gusta sentir el tacto luminoso, el roce meloso y confortable del sol sobre su tez avejentada.
Después de pedírmela, nunca se impacienta. Sabe que suelo estar muy atareado y que puedo tardar unos minutos en poder llevársela. No tiene prisa. Le gusta esperar meciéndose suavemente y tarareando viajas canciones, como si el calor y la luz del día le cargaran de vida. Le gusta esperar: hace años que convirtió su vida en una paciente y resignada espera. A pesar de todo, yo procuro acabar deprisa lo que sea que esté haciendo, y, finalmente, me acerco con la foto en las manos y se la doy. Creo que podría ir a buscarla él mismo si quisiera, pero prefiere hacer las cosas así, convertir estas mañana soleadas en un ritual íntimo. Le gusta que se la lleve yo y que me quede un rato observándole, en silencio, para que él crea que yo no sé que él sabe que sigo ahí. Le gusta este ritual de aguardar mi llegada con la foto de la abuela en su marco de madera.
En el momento de coger el marco siempre tiene la misma expresión en el rostro, la de un niño abriendo su regalo el día de Reyes. Me sonríe, me da las gracias y la contempla fijamente con infinita ternura. Pasa lentamente las yemas de sus dedos por la madera y el vidrio, con ternura, cariño y un extremo cuidado, cual si fuera la misma piel de mi abuela la que estuviera acariciando en lugar de la única foto que pudo conservar de ella. En alguna ocasión una lágrima furtiva ha asomado a sus ojos, pero mi abuelo nunca ha sido persona afín a los dramatismos ni a la sensiblería. Suspira, y sigue contemplando la foto, reconstruyendo en su memoria todos y cada uno de los detalles del rostro de mi abuela. Sabe que yo sigo ahí, y siente el infinito respeto con que le observo, y sabe también que me iré enseguida porque jamás me atrevería a violar la casi sagrada intimidad de esos momentos. Yo, por mi parte, sé que en cuanto me vaya él empezará a hablar en voz muy baja, en un susurro casi inaudible, y que le explicará a mi abuela, como siempre desde hace años, todo lo que ha ocurrido en casa, en la ciudad, en el mundo, estos últimos días. Más tarde, al abrigo ya del sol de mediodía, hablará de él mismo y evocará tiempos lejanos e imaginará futuros inciertos. Su susurro constante, que oigo, a veces, desde mi despacho o desde la cocina, tiene más de vivaz diálogo que de monótono monólogo. A menudo le oigo reír, y siempre, en algún momento, le oigo cantar. Le gusta sobre todo Suspiros de España. Era su canción, creo. El primer pasodoble que bailaron juntos. Y en toda la mañana no deja un solo momento de contemplar y acariciar la foto.
Hoy volverá a pedírmela. Y poco antes de que yo le avise para comer, será él quien me llame para rogarme amable, afectuosamente, que la vuelva a dejar sobre la cómoda de su habitación, y se despedirá de la foto con otra lenta caricia y una última mirada de puro amor al rostro sonriente de mi abuela.
Hace ya años que mi abuelo se quedó ciego.
1 comentario:
Precioso relato,con fantástica paradoja.Un ciego,que enciende la mirada con la luz y !menuda mirada!.Por cierto compa,seguro que dialogan,tampoco está sordo je,je.
Gracias por acercar la foto,con tus palabras...el amor le sienta divinamente a tu abuela,por ella no pasan los años.
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