domingo, 23 de marzo de 2008

VERSAILLES

Por Rufino Pérez


Mayo del 64 (1664). La primera fiesta en el palacio. El rey sol no encontraba una residencia que le complaciese plenamente. El Louvre, su residencia oficial, se desconchaba en las paredes artificiosamente ornamentadas.

Los placeres de la isla encantada, ése sería el nombre que daría luz a una fiesta fastuosa. Allí se congregarían príncipes, generales, duques y damas de las más altas familias cortesanas.

Se había preparado una gran puesta en escena. Al comienzo se leería el Orlando furioso, de Ariosto y la Jerusalén liberada de Tasso. El gran autor protegido de la corte, el magnífico Molière, que había preparado esta fiesta a instancias del rey, iba a representar La princesse d’Elide, donde se mezclaría texto, música y danza, y donde con la sofisticada maquinaria que había mandando construir, crearía efectos teatrales que dejarían asombrados a los más envidiosos de la corte. También allí presentaría los tres primeros actos de su gran comedia: Tartuffe.

Qué fastuosa fiesta, el placer, la isla encantada, su rey, y la gran invitada, la mujer para quien se preparaba en secreto, toda esta ceremonia: Mademoiselle la Vallière.

Louise Francoise de la Vallière, inspiradora de la obra de Alejandro Dumas, entra en Versalles en la carroza real, una de las carrozas reales, diferente a la que utilizaba el rey. En la puerta del palacio, una verja dorada ostentosamente brillante, una muchedumbre de mendigos, gente del pueblo, desheredados de la fortuna, busconas, trovadores, mequetrefes y algunos espadachines, hacían sombra al brillo del entorchado de los guardias, a la luz de la pulida verja.

Era el pueblo, que sólo gozaba del privilegio de la vista, de la salpicadura del trote de los caballos y el rodar de los carruajes. Entre esta muchedumbre, una niña sostenía entre sus manos amoratadas por el hambre y el viento de Versalles, una pequeña cajita que mostraba abierta al paso de las carrozas, sin apenas fuerza y entusiasmo para sostenerla, con el dulce afán de que algunas de las figuras de chocolate que contenía llegase a fijar los ojos de los muchos infantes y damas que se ocultaban tras las ventanillas de los carruajes. Su cara , oculta por los mechones de pelo desaliñado que caían sobre su frente y un pañuelo azul vistoso que ceñía su cabeza, tenía la expresión sencilla de quien obligada a sonreír, acaba por creer en su propia sonrisa.

Mademoiselle de la Vallière se fijó en ese pañuelo azul turquesa; era su color favorito y apenas vio la cara de la niña y la cajita que se alzaba tímida hacia la ventanilla, mandó detener el carruaje un momento y avisó al chambelán para que comprase con generosidad una figura de chocolate, sólo una.

Y mientras la niña tornaba en asombro la melancólica sonrisa, Louise de la Vallière paladeaba el amargo sabor de un destino incierto. Esa noche, la fiesta más fastuosa de Versalles hizo brillar el rostro de Louise casi tanto como el de la pequeña sin nombre, que recibió en su casa el más cariñoso y prolongado beso de su madre que recogió tres monedas de oro de su mano amoratada.

Hoy, un día cualquiera del marzo de 2008, en las mismas puertas del palacio de Versalles, un ir y venir de turistas, muchos de ellos japoneses, junto con un grupo de estudiantes de la capital de la Plana, se dispone a entrar en el Palacio. Hace frío y un poco de viento. Y a las puertas, dos niñas, de apenas trece años, embutidas en su frágil uniforme de boy-scout –o debería decir woman-scout- alargan tímidamente sus manos con una pequeña caja de galletas que han elaborado la noche anterior, con el fin de que algún turista, a la vez que compra un lote de 6 llaveros por 1 euro al africano de turno –que al principio ofrecía 4 por 1 euro- les compre también si acaso, una galleta, con la que contribuirán a la próxima excursión a los bosques de Fontainebleau.

Uno no sabe si las cosas han cambiado tanto en tres siglo y pico.

3 comentarios:

R.P.M. dijo...

De nuevo con vosotros. Sí, he estado en París, con un grupo de estudiantes del insti. Bonito, como siempre, frío como de costumbre, encantador si miras entre las nubes y te dejas llevar por la imensidad de un cielo que oculta una ciudad sin fin. Tengo la foto de las niñas que constituyen la base de este artículo. No la publico por respeto a su cándida expresión cuando vieron que les había hecho una foto. En fin, París siempre es París. Felices vacaciones, que aín nos queda algún día.

Anónimo dijo...

París....París... estuve allí hace un mes, y sólo por un dia. "algo se muere en el alma..." olé y olé...como dice la canción.
Allí, en la ciudad del amour, hace algo así como diez años, mi novio francés me dijo que se iba a Africa a trabajar con una ONG...allí me dejó mi novio francés, mientras yo me comía un helado de chocolate ;)

Unknown dijo...

Hola Cristina. Ya veo que París da para mucho. Así es una gran ciudad. Han pasado muchos años, sin embargo, parece que todavía queda la huella de aquella despedida. Pero te digo una cosa: los helados de chocolate tienen el fresco sabor del "au revoire...bienvenu" Y París cambia de color con cada visita.