El tren que conduce a Estínfalo abandona la ciudad sin aves atravesando los arrabales más míseros, el extrarradio de barriadas olvidadas, el suburbio de chabolas construidas con pedazos y retazos. La Planicie de Uralita, la llaman. Hércules nació aquí, entre las ruinas de la civilización que lo convirtió en héroe y luego lo olvidó, entre colchones de cemento o madera y sábanas de papel o cartón. Entre las lágrimas divisa la silueta temblorosa de las montañas, allá donde acaban el cemento y la uralita y el humo y quién sabe si acaso también el mundo. Tras ellas duermen el bosque y las aguas plácidas del lago Estínfalo tal y como deben dormir las aguas del Aqueronte.
Un par de asientos más adelante, duerme, quizá menos plácida, Helena. Se sueña volando a lomos de un enorme pájaro de alas doradas mientras dos hombres le gritan desde lejos que no siga subiendo, exactamente como debía gritarle Dédalo a su hijo Ícaro. Helena sueña que a pesar de los gritos sigue elevándose hasta llegar a un laberinto de paredes de humo y cristal. Y allí se pierde. Entonces se despierta, sudando y tiritando y sabe a ciencia cierta que nunca volverá a la ciudad y que tal vez nunca se pueda deshacer del abrazo maternal del limo y las aguas del Estínfalo.
La semana que viene, el desenlace.
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