Sarabati

Por Raquel Casas

El coche de motor coreano me llevó a visitarla. En el pueblo decían que era la mujer futura porque leía la vida en la palma de la mano. No necesitaba cartas ni posos de café. El día que llegué al pueblo, Sarabati me esperaba sentada en el suelo delante de su casa y cuando me vio me dijo siéntate aquí pequeño pony. Sacó unas gafas de un estuche dorado y se las puso con solemnidad. Me miró detenidamente y se rió; tienes un tatuaje en la ingle que te escuece como un viejo amor. Tienes que volver, vuelve a casa mañana; si las puertas están cerradas, huye por la ventana.
Le di las gracias por su consejo y añadió, antes de quitarse las gafas, que ante el mar inhóspito que me esperaba debía tener cuidado y elegir bien: agua o cielo (naufragio o surf, me dije).El perfume de las calles me guió hasta una pequeña tienda donde un simpático señor me vendió unas flores secas, una tabla y cera para no resbalar sobre ella.

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