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Por Zápiro.
Recuerdo un salón entre telas, dirigirme a la cocina, y que mi hermano no está en el sofá, sino que bajo la pantalla apostado, ¿cómo llega mi hermano hasta los Doors?, intenta grabar la película. Para entonces, JFK ya es mi película preferida. A menudo pienso si, más que con el peludo que estampé en mi tejana, todo aquello no tuvo que ver con un cierto sentido de la continuidad, insuperado con Nixon –y arrumbado por Natural Born Killers. No es cierto, con todo, que el documental de DiCillo sea la cinta “anti-Stone” de los Doors. Si lo dijo Ray Manzarek pensaría en otra cosa. Incluso sobrio, cuando Morrison advierte la presencia de una cámara, exhuda un suavísimo jódete por quien sea que le admire. De todo cuanto le empuja hacia el otro lado, no es la relación con los Doors, ni el exceso de alcohol, ni las horas de vuelo, sino ése tipo que, con la Historia al hombro, se muestra impasible a sus gracietas. La primera gira estatal de los Doors se programa en 1969. Morrison ya es un pingajo. Quien recuerde a Stone, se sorprenderá con la fidelidad aplastante de cada diálogo, por la canción exacta que se adivina, incluso en la ropa que viste cada personaje. El deslumbramiento de su película reside en ese montaje, hasta que palpas una escenografía que de tan hipnótica no podía haber sido simplemente imaginada. El montaje de DiCillo, por el contrario, se ve condenado a la ficción (sus trucos dependen del metraje), de manera que opta por el reguero de piedrecitas.
El 1 de marzo de 1969, los Doors llegan al Dinner Key Auditorium de Miami. Morrison ha perdido el vuelo. El concierto comienza con retraso. Cuando sale a escena, el público remuga. Está muy pasado. Y se encara: Not talking about not revolution, not talking about not demostration…, etcétera. Avanzado el concierto, les llamará idiotas; y esclavos. Le cuesta creer que solo hayan venido a oír un concierto, y se saca la picha. Y se arranca la ropa. Y simula una felación… De la transgresión, de la perversión nos cuesta fijar su acabamiento. Es lo que más nos cuesta. Nadie que se digne a ensuciarse, lo hará con las notas de un partitura acabada, pues es entonces cuando se acaba. En Miami, Morrison se topa con el vaciado de su esperanza, cuando pensaba encontrar su cima. Nunca se recupera del golpe. A la reacción de la Justicia, que le acusa de lascivia y exhibicionismo, se suma la del movimiento conservador. Antiguos fans reniegan de él ante la cámara. Y él, por primera vez, deja de desafiarla. A la salida del juicio, el personaje de DiCillo está ya roto: mira a la cámara como si todo aquello que hacía, y por lo que ahora le juzgan, no lo hiciera más que por nosotros. Un niño grande. Un chamán. Miami es el breakpoint, allí donde Morrison cruza de lado. El problema de Stone es haberse pegado toda la película en ese lado. Llegado el juicio, solo le queda entregase al humor; y ese punteo irreal, surrealista, de When the music’s over. Con DiCillo, en cambio, algo comienza, y algo termina, después de Miami.
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