Allí, en una de esas calles cercanas al mercado, en una planta baja de la calle de la Sal donde lo único que falta es esa niebla estancada de los parques de Londres antes de cometerse el crimen, casi camuflada entre portales desiguales y ventanas enrejadas a ras de suelo está la entrada de la librería. Cruzo el umbral y experimento una sensación extraña. Es como traspasar una línea a un universo turbio de ficción, salir de golpe a un escenario recién montado para una representación a punto de empezar con su iluminación tenue y su decorado preciso que sin duda sugiere un trama truculenta. Me adentro en ese reducido espacio que a la izquierda alberga tantos libros de portadas alusivas en aparente desorden, de suelo a techo de las estanterías, tocándose los lomos como filas de sospechosos en una rueda de reconocimiento y enfocados por los puntos de luz del techo como si algún policía impaciente les conminara a confesar su delito. Elijo esa dirección y rodeo una mesa llena de ejemplares agrupados en pilas desiguales mientras cada vez más empiezo a percibir otras presencias cercanas. Creo que al llegar hace unos segundos apenas había alguien en el local que ni siquiera ha reparado en mi entrada. Ahora, en cambio, son varias personas las que se mueven a mi alrededor como sombras sigilosas. Hay quien sigue mis pasos y se detiene cuando yo lo hago, cuando escojo un libro y leo la contraportada él hace lo mismo aunque me esté dando la espalda. Me vigilan. Metro y medio más adelante, hacia donde debería dirigirme si siguiera el recorrido que he empezado, hay dos más que están de pie y se hablan en voz baja al oído, como dándose instrucciones que yo no debiera escuchar. Si levanto la vista veo más gente dispersada aunque algunos han empezado a formar pequeños grupos, como el que tapona la puerta de salida neutralizando mi posible huida. Todos deben seguir la misma consigna, la de ese tipo del mostrador que parece el cabecilla y que habla con unos y con otros y que con gestos casi casi imperceptibles está dirigiendo la operación. Se conocen, de eso no hay duda. Todos han entrado detrás de mí. Quizá me siguieran antes de llegar a la puerta, cuando he cruzado la plaza del mercado y a mi paso se levantaban de los bancos, dejaban de hojear las revistas del quiosco y depositando una propina abandonaban la barra de los tres o cuatro bares donde esperaban el momento para seguirme a poca distancia. Cuál de todos llevará el arma que me ataque escondida en las honduras de su bolsillo. Reculo, paso rozando al tipo que tenía detrás de mí y me coloco en un lugar donde nadie pueda atacarme sin al menos poder adivinar sus intenciones. A mi espalda no hay nada más que un panel con panfletos, recortes de periódicos y fotos colgadas con chinchetas, como de desaparecidos o de fugados perseguidos por la justicia. Y ese olor. Ese extraño olor, desubicado pero agradable. Parece que algo tiene que pasar en cualquier momento. Mejillones, claro, es sábado por la mañana, cómo no recordarlo. La mesa al lado de la entrada y al instante alguien trae las botellas de vino, los vasos y la cacerola que humea al pasar dejando un rastro que se abraza al aroma de las novelas negras que abarrotan el espacio. Claro. Más tranquilo me acerco a la mesa. El supuesto complot de perseguidores se desvanece y su objetivo pasa a ser ahora el contenido de la cacerola. Se reparten vasos, se medio vacían las botellas y se van dejando las conchas en un plato anexo. Yo cojo uno con los dedos. Coincido haciendo lo mismo con el tipo que me seguía los pasos pero ahora los dos intercambios una sonrisa de aprobación. ¿Yo a qué venía? Me acerco al cabecilla que sigue hablando con unos y con otros. Cuando puedo le pregunto, le pido consejo: algo así como Jim Thompson pero español y actual, un personaje principal con tendencias autodestructivas y de moral más que dudosa. No se lo piensa mucho, lo tiene claro, me recomienda Julián Ibáñez, Giley, me lo dice mientras me ofrece un vaso de vino. La conversación se alarga. Cuando salgo con el libro recién comprado dentro de la bolsa noto que el vino me ha subido un poco. La ropa tendida de los balcones y de los tendederos que instalan delante de las puertas de las casas se balancea como si siguiera el ritmo de una canción lenta, con el sonido muy bajo, las bombonas de butano parecen inmóviles centinelas que vigilan las entradas y los antiguos toldos de madera apenas esconden las vidas que se agitan en el interior de los pequeños pisos. Hay bicicletas apoyadas en las paredes, charcos dudosos donde las palomas se avituallan y conversaciones interrumpidas por la hora de la comida de las que sólo han quedado un par de sillas abandonadas junto a la puerta. Y pensar que un poco más allá está la Barcelona post olímpica, adónde vaya, tres o cuatro calles a la derecha o a la izquierda, adelante o atrás, y ya habré salido. La librería Negra y criminal podría estar en cualquier otro sitio, crecer, recibir innumerables visitas. Pero hablamos de esencia no de mercado. Lo primero se respira y lo segundo se consume. Miro hacia atrás pero aunque me lo siga pareciendo creo que ya nadie me persigue.
2 comentarios:
Me ha recordado un poco la inquietud contagiosa de la biblioteca de La sombra del viento. Y la niebla que no estaba, a la desazón de las persecuciones, verídicas o imaginarias, del personaje de Tu rostro mañana, en el Londres de Jack el Destripador. Cualquier parecido con la fantasía es pura realidad.
Ciao, Jordi;)
y a mí que me suena haberte leído... será que tengo las neuronas agitadas.
saludos, Jordi!
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